miércoles, 8 de octubre de 2008

Ficcionalizar un recuerdo (III)

Los siguientes textos han sido producidos a partir de la narración de recuerdos de la infancia. Para favorecer el distanciamiento, cada uno de los escritores eligió un recuerdo ajeno – aquel que consideraba más productivo, más sugerente-. Aquí, algunos de los resultados.

 

Cocodrilo en el altillo

Y otra vez me tiraba del pantalón. Siempre me molestó que lo haga, pero al bajar la mirada y verle su carita no podía enojarme. Melannie me pedía pochoclos, uno por cada tirón en el jean. Tenía la astucia, ya de pequeña, de cansarme hasta lograr lo que quería. Me percaté entonces, al mirar alrededor, que hasta no abandonar aquel lugar recibiría varios golpes en la rodilla, uno por cada cosa que vendían.

Caminábamos en familia, si se contaban como cerca los diez metros adelante que nos separaban de mi hija. Le entusiasmaban los pájaros casi tanto como a mí. Los zorzales y sus huevitos verdosos cantando a la par de los jilgueros; no tan fuerte como los rey del bosque pero sí más que los cardenales amarillos y rojos. Eso sí que era arte, esa que lleva mucho color.

Cada recinto, con su respectiva especie animal, estaba dividido por zonas temáticas y contaba con una leve información biológica escrita en carteles al frente de cada jaula. Algunos no los leía, pues los suponía, pero Melannie no se perdía de ninguno. Era obvio, si algún día quisiese curar a esos animalitos, tendría que ya ir sabiendo un poco de ellos.

Con más pochoclos en el suelo que en su boca, y varios lugares recorridos, dimos con el lugar de los reptiles. Poca luz, poco movimiento. Predominaban el gris, el verde y el marrón feo. Contrastaba mucho con la alegría de colores de los otros sitios. La lengua de la boa le causaba gracia a mi nena, pero no a su madre. Recorrimos el lugar sin quebrar el silencio que reinaba salvo por los trotes de Melannie al pasar de un lado al otro. Llegó luego a un lugar y se detuvo, aceleramos el paso para no perderla y nos posamos junto a ella. Nada raro. Un poco de agua oscura, hojas, piedras, algas y un tronco de 4 metros en medio del lugar. Aquí no hay nada, atiné a decir, a lo que mi hija respondió con el verdadero nombre del tronco: Es un cocodrilo papá. Aunque el grosor del vidrio impediría su salida, mi corazón no dudó un instante en bombear adrenalina, y mi memoria fue cómplice recordando lo que aquel día.

La tía abuela y sus ravioles con tuco eran el manjar de los sábados al mediodía. Las anécdotas del tío abuelo, aunque muchas no las entendía, me causaban mucha gracia. Lo que no lo hacía era cuando me contaba, aterrado yo, sobre la mascota en el altillo. Le encanta las piernas frescas de nenes chiquitos, me decía. Por qué no llorar entonces si nada lo impedía.

Tuve la oportunidad, algunos sábados después, de escuchar a la tía decirle que no me asuste, que no me cuente del “Coco”, como lo llamaba yo, pero él se rehusaba porque tenía muchas cosas de valor, sentimental, que no quería que tocara. Fue entonces cuando sospeché. Respiré y me dije que sí. Sigilosamente llego al lavadero de la casa, tomo entonces un palo de escoba y veo que no haya nadie cerca. Doy, de a pasitos, con la escalera del altillo que ahora es más larga que la última vez. Subo los 9 primeros peldaños como si del otro lado me estuviera esperando el heladero, pero al décimo tuve que apretar el palo. Estoy en la mitad, no me falta mucho, subo rápido y lo mato, me repito una y otra vez en mí cabeza. Siento con cada paso que el corazón quiere escaparse por mi boca y mirar lo que ocurriría desde abajo, pero no lo dejé salir. Con los ojos semicerrados veo ya su cuerpo al lado de unas cajas. ¡Es enorme, me va a comer! No importa, es él o yo. Subo, ya con los ojos cerrados del todo, los últimos tres escalones y memorizando donde está corro hacia él, con la mala suerte de soltar el palo y dejarlo caer al piso de abajo. Me quedo inmóvil. Sólo veo su figura. No se apresura en morderme las piernitas y yo me asustaba mucho más.

Tanto es el miedo que ni las lágrimas me quieren salir. Entonces por un acto de valentía que me invade salgo corriendo como un cobarde y empiezo a bajar las escaleras cuan rápido podía. Lo hago demasiado rápido, demasiado. Tropiezo y caigo al suelo desde un metro. Desde ese momento no recuerdo nada. Sólo la cicatriz que ahora me toco en la nuca y el terror que me produjo, me producen, los cocodrilos.

Miguel Ángel Santoro

Sin compasión

-Mamá…

-¿Qué pasa, Elena?

-Ayer se me volvió a aparecer…

-La verdad ya estoy un poco cansada de este tema. ¿Te acordás lo que te dijo el doctor Lombardi? Está todo en tu cabecita mi amor, es tu imaginación. En ésta casa no entró, ni entrará nadie que no esté invitado. Y menos que menos a hurtadillas y por las noches.

-¡Pero yo te digo que es verdad!

-Elenita, Elenita… Papá hizo instalar la alarma Security 400, con detector de movimiento, rayos infrarrojos y conexión directa con el departamento de policía más cercano y el centro de guardias de Security Center que están perfectamente entrenados para afrontar cualquier emergencia.

-Mamá, por favor, creéme…

La voz de Elena se agrietó y fue muriendo en un susurro.

-Yo te prometo que no te va a pasar nada malo. Ya le dije a María que en vez de venir a las 8:30, venga a las 7:30 así cuando me voy a trabajar con tu padre no te quedas sola ni un instante. Después te pasa a buscar José y te lleva al cole, apenas salís va a estar él nuevamente esperándote en la puerta para traerte a casa. Tomás la merienda que te preparó María y llego yo.

-Pero él se me aparece de noche mamá, ¡ya te lo dije mil veces! Y me dijo que…

-¡No me digas que ahora habla! Madre mía…

Los ojos celestes de Elena se volvieron borrosos. Brillaban intensamente, una lágrima se deslizó por su mejilla.

-Hoy me tocaba finalmente a mí. ¡Me va a llevar, mamá! ¡Me va a llevar! Yo no quiero ir…no dejés qué me lleve…

-¡Elena, querida calmáte! A ver si encuentro el número del doctor por acá…

-¡No quiero, no quiero! ¡Mamá, maaaamaaaá! ¡Por favor!

-Vamos de inmediato para la clínica. Si, hola ¿esta el doctor Lombardi por favor? Es una emergencia…

Esa misma tarde al volver de la clínica Elena estaba como ausente, tenía la mirada perdida. Su cuerpo estaba flotando en el aire, en su rostro inexpresivo se asomaba una sonrisa idiota. Su madre la recostó en su habitación y cerró la puerta.

Lentamente abre sus ojos y lo ve.

-Bdno quidbo idb…ambdate…vavá, mvavá. ¡Aaabbbgrrrup!

-Al fin llegaste, Javier. No sabés el día que tuve hoy. Elenita esta descansando en su habitación. Voy a ver cómo está.

Se escuchan pasos subiendo la estrecha escalera de madera, el sonido de una puerta al abrirse y un llanto desgarrador invade rápidamente la casa. Él no había cumplido su promesa, no la había llevado lejos de su casa como tantas otras veces había amenazado. No, fue mucho peor. Frente a la mirada aterrorizada de la madre se desplegaba una muestra del alcance de su poderío y malicia.

Monserrat Melina Maquieira

Inconveniente valentía

Arrodillado frente a su futura mujer, él le hizo la pregunta. Los ojos de ambos brillaron de felicidad e ilusión, y ella, emocionada, no titubeó en dar el “Sí”. “¿Dónde vamos a vivir?” preguntó la mujer entre sonrisas. Rápidamente y sin pensarlo dos veces el hombre ofreció su casa, aquella en la que había vivido desde sus primeros días y cuyos rincones conocía a la perfección, como nadie más en el mundo. Nadie más.

Fue justo en ese momento cuando una sombra opacó el resplandor de su interior. Con las puertas abiertas, los secretos salen a la luz. Y él había decidido abrirlas a una extraña ante el hogar, y a una futura e incierta familia.

Aún así, este hombre, llamado Sebastián, decidió hacer sus preocupaciones a un lado y disfrutar del momento que cambiaría su vida por siempre.

Un llanto los despertó una noche. Era la niña más pequeña de los tres, la única hija mujer de la pareja. Marianella era su nombre, y no se quería dormir. La casa era muy grande y antigua, de tres pisos, con altillo y un jardín inmenso. Cuando las luces se apagaban y la familia descanaba, los pisos de madera se hinchaban para respirar y salía de ellos un ruido que resonaba por todo el lugar a través de los pasillos de techos altos. Esto asustaba a Marianella, quien insistía en permanecer despierta.

Sus dos hermanos mayores ya habían pasado esa etapa. La habían sufrido y superado con ayuda de su padre, algo que la madre nunca comprendió. Ya era tiempo de socorrer a la chiquita.

De pie en la puerta del cuarto de sus papás, y con el camisón largo hasta los pies, la niña se hallaba entre sollozos cargando a su osito de peluche preferido, su mayor confidente y mejor amigo, su arma protectora siempre que un peligro la acechaba. Sebastián tomó las riendas del asunto y la condujo hacia su habitación, cauteloso para que nadie lo escuchara. “Tenés que dormite, hijita, sólo cuando logres hacerlo vas a olvidarte de todo y habrá sol otra vez” le susurró al oído. Pero la niña no lograba conciliar el sueño. Con el simple hecho de pensar en volver a quedarse sola en su fría pieza, empezaba a temblar, recluyéndose en los brazos de su padre. Él la comprendía, la comprendía bien. De niño había dormido en ese mismo cuarto y conocía cada sombra, cada ruido, cada imagen.

Esta escena se repitió varias veces: una vez cepillados sus dientes, Marianella corría despavorida de su habitación con los ojos llorosos en busca de auxilio, y siempre era su padre quien acudía a calmarla.

Un día, Sebastián comprendió que su hija ya no era tan pequeña como para no entender lo que ocurría y decidió darle a conocer sus recuerdos, tal como lo había hecho con los dos hombrecitos anteriormente. Esperó que se hiciera de noche y llevó a la niña a su pieza, la acostó en su cama y se sentó junto a ella. Apagó la luz y ambos esperaron callados. Ella no comprendía lo que su padre intentaba hacer, él se encontraba expectante, en el más absoluto silencio. Luego de unos minutos los ruidos comenzaron a hacerse escuchar debajo de la cama. Sin una palabra, manejándose por gestos, le dio a entender a la pequeña que debía prestar atención a cada sonido; ya pronto comprendería porqué. Comenzaron a resonar unas vocecitas agudas, aceleradas y algo perversas, cuyo idioma era imposible descifrar. Ni Marianella ni su papá quisieron ver el lugar de donde provenían, pero desde arriba de la cama, si abrían bien los ojos, podían ver un tenue resplandor proveniente de allí abajo. Era una especie de “mundo inferior” del cual Sebastián había obtenido algunas conclusiones acerca de sus costumbres a lo largo de los años. Extendió su mano hasta el velador y lo encendió, y pronto todas esas voces se callaron.

Los ojos de la niña, más abiertos que nunca, esperaban encontrar alguna respuesta o explicación para lo que acababa de oír, por lo que Sebastián decidió contarle todo lo que sabía al respecto: le explicó que, como habían comprobado, debajo de su cama (no específicamente de su cama, sino de las largas maderas del piso) tenía lugar un mundo paralelo, uno pequeño y tenebroso que cobraba vida por las noches, cuando en la casa las luces se apagaban. Los pequeños habitantes de aquel lugar observaban atentos los movimientos que se producían en la superficie y, de acuerdo con las características y temores de cada niño, enviaban a su habitación a un personaje para asustarlo. Para Sebastián habían elegido una réplica del Hombre de la bolsa, para el mayor de sus hijos, fue Monsieur Blrlá; y para el pequeño, Yakasulu. Estas conclusiones eran el resultado de años de análisis y estudio por parte de Sebastián, quien, conociendo a su hija, sabía lo que le esperaba. Era al fin el turno de Marianella, cuyo principal miedo habían logrado deducir: bajo su cama vigilaba un enorme cocodrilo de ojos grandes y amarillos, y enormes y filosos dientes, que la esperaba allí para aterrorizarla y, de ser posible, saborear alguna que otra parte de su cuerpo.

Ella nunca lo había visto, pero prefería creerle a su padre antes que bajar la cabeza para encontrarlo expectante. Entonces, cada noche, sabiendo que él no le tenía miedo a Cocodri, como decidió llamarlo a fin de generar algún tipo de confianza y consiguiente compasión, le pedía a su papá que la alzara y la tapara hasta la frente, siempre abrazada a su peluche. Sabía que no podía bajar los pies en ningún momento hasta la mañana siguiente, cuando el sol salía y volvía la paz a su cabecita.

Toda la familia sabía de la existencia de ese pequeño mundo inferior. Todos menos la madre, de quien escondían el secreto como un gran e importante legado. Tanto Sebastián como los dos hijos mayores habían crecido y superado el temor por aquellos seres e incluso guardaban por ellos cierto cariño; después de todo, nunca les habían hecho daño. El rencor que habían sentido años atrás por generarles transpiración entre pesadillas en lugar de sonrisas entre sueños había pasado a transformarse en cierta dulzura por aquellos compañeros de cuarto.

Marianella escuchaba las historias de sus hermanos y esperaba algún día poder hablar de Cocodri sin que se le aflojara la voz ni imaginarse su inmenso tamaño y boca. Ella notó que todos los recuerdos que ellos tenían coincidían en un punto: ninguno jamás había visto a estos personajes, sólo los habían imaginado, o visto dormidos, o incluso escuchado, pero nunca un encuentro cercano, frente a frente.

Una noche la niña quiso verlo. Primera valiente en aquella antiquísima casona.

A la mañana siguiente, cuando fueron a despertarla, su cama estaba vacía. Faltaba ella y, por supuesto, tampoco estaba su fiel osito, eterno compañero de aventuras.

María Eugenia Simhan

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