miércoles, 8 de octubre de 2008

Ficcionalizar un recuerdo (III)

Los siguientes textos han sido producidos a partir de la narración de recuerdos de la infancia. Para favorecer el distanciamiento, cada uno de los escritores eligió un recuerdo ajeno – aquel que consideraba más productivo, más sugerente-. Aquí, algunos de los resultados.

 

Cocodrilo en el altillo

Y otra vez me tiraba del pantalón. Siempre me molestó que lo haga, pero al bajar la mirada y verle su carita no podía enojarme. Melannie me pedía pochoclos, uno por cada tirón en el jean. Tenía la astucia, ya de pequeña, de cansarme hasta lograr lo que quería. Me percaté entonces, al mirar alrededor, que hasta no abandonar aquel lugar recibiría varios golpes en la rodilla, uno por cada cosa que vendían.

Caminábamos en familia, si se contaban como cerca los diez metros adelante que nos separaban de mi hija. Le entusiasmaban los pájaros casi tanto como a mí. Los zorzales y sus huevitos verdosos cantando a la par de los jilgueros; no tan fuerte como los rey del bosque pero sí más que los cardenales amarillos y rojos. Eso sí que era arte, esa que lleva mucho color.

Cada recinto, con su respectiva especie animal, estaba dividido por zonas temáticas y contaba con una leve información biológica escrita en carteles al frente de cada jaula. Algunos no los leía, pues los suponía, pero Melannie no se perdía de ninguno. Era obvio, si algún día quisiese curar a esos animalitos, tendría que ya ir sabiendo un poco de ellos.

Con más pochoclos en el suelo que en su boca, y varios lugares recorridos, dimos con el lugar de los reptiles. Poca luz, poco movimiento. Predominaban el gris, el verde y el marrón feo. Contrastaba mucho con la alegría de colores de los otros sitios. La lengua de la boa le causaba gracia a mi nena, pero no a su madre. Recorrimos el lugar sin quebrar el silencio que reinaba salvo por los trotes de Melannie al pasar de un lado al otro. Llegó luego a un lugar y se detuvo, aceleramos el paso para no perderla y nos posamos junto a ella. Nada raro. Un poco de agua oscura, hojas, piedras, algas y un tronco de 4 metros en medio del lugar. Aquí no hay nada, atiné a decir, a lo que mi hija respondió con el verdadero nombre del tronco: Es un cocodrilo papá. Aunque el grosor del vidrio impediría su salida, mi corazón no dudó un instante en bombear adrenalina, y mi memoria fue cómplice recordando lo que aquel día.

La tía abuela y sus ravioles con tuco eran el manjar de los sábados al mediodía. Las anécdotas del tío abuelo, aunque muchas no las entendía, me causaban mucha gracia. Lo que no lo hacía era cuando me contaba, aterrado yo, sobre la mascota en el altillo. Le encanta las piernas frescas de nenes chiquitos, me decía. Por qué no llorar entonces si nada lo impedía.

Tuve la oportunidad, algunos sábados después, de escuchar a la tía decirle que no me asuste, que no me cuente del “Coco”, como lo llamaba yo, pero él se rehusaba porque tenía muchas cosas de valor, sentimental, que no quería que tocara. Fue entonces cuando sospeché. Respiré y me dije que sí. Sigilosamente llego al lavadero de la casa, tomo entonces un palo de escoba y veo que no haya nadie cerca. Doy, de a pasitos, con la escalera del altillo que ahora es más larga que la última vez. Subo los 9 primeros peldaños como si del otro lado me estuviera esperando el heladero, pero al décimo tuve que apretar el palo. Estoy en la mitad, no me falta mucho, subo rápido y lo mato, me repito una y otra vez en mí cabeza. Siento con cada paso que el corazón quiere escaparse por mi boca y mirar lo que ocurriría desde abajo, pero no lo dejé salir. Con los ojos semicerrados veo ya su cuerpo al lado de unas cajas. ¡Es enorme, me va a comer! No importa, es él o yo. Subo, ya con los ojos cerrados del todo, los últimos tres escalones y memorizando donde está corro hacia él, con la mala suerte de soltar el palo y dejarlo caer al piso de abajo. Me quedo inmóvil. Sólo veo su figura. No se apresura en morderme las piernitas y yo me asustaba mucho más.

Tanto es el miedo que ni las lágrimas me quieren salir. Entonces por un acto de valentía que me invade salgo corriendo como un cobarde y empiezo a bajar las escaleras cuan rápido podía. Lo hago demasiado rápido, demasiado. Tropiezo y caigo al suelo desde un metro. Desde ese momento no recuerdo nada. Sólo la cicatriz que ahora me toco en la nuca y el terror que me produjo, me producen, los cocodrilos.

Miguel Ángel Santoro

Sin compasión

-Mamá…

-¿Qué pasa, Elena?

-Ayer se me volvió a aparecer…

-La verdad ya estoy un poco cansada de este tema. ¿Te acordás lo que te dijo el doctor Lombardi? Está todo en tu cabecita mi amor, es tu imaginación. En ésta casa no entró, ni entrará nadie que no esté invitado. Y menos que menos a hurtadillas y por las noches.

-¡Pero yo te digo que es verdad!

-Elenita, Elenita… Papá hizo instalar la alarma Security 400, con detector de movimiento, rayos infrarrojos y conexión directa con el departamento de policía más cercano y el centro de guardias de Security Center que están perfectamente entrenados para afrontar cualquier emergencia.

-Mamá, por favor, creéme…

La voz de Elena se agrietó y fue muriendo en un susurro.

-Yo te prometo que no te va a pasar nada malo. Ya le dije a María que en vez de venir a las 8:30, venga a las 7:30 así cuando me voy a trabajar con tu padre no te quedas sola ni un instante. Después te pasa a buscar José y te lleva al cole, apenas salís va a estar él nuevamente esperándote en la puerta para traerte a casa. Tomás la merienda que te preparó María y llego yo.

-Pero él se me aparece de noche mamá, ¡ya te lo dije mil veces! Y me dijo que…

-¡No me digas que ahora habla! Madre mía…

Los ojos celestes de Elena se volvieron borrosos. Brillaban intensamente, una lágrima se deslizó por su mejilla.

-Hoy me tocaba finalmente a mí. ¡Me va a llevar, mamá! ¡Me va a llevar! Yo no quiero ir…no dejés qué me lleve…

-¡Elena, querida calmáte! A ver si encuentro el número del doctor por acá…

-¡No quiero, no quiero! ¡Mamá, maaaamaaaá! ¡Por favor!

-Vamos de inmediato para la clínica. Si, hola ¿esta el doctor Lombardi por favor? Es una emergencia…

Esa misma tarde al volver de la clínica Elena estaba como ausente, tenía la mirada perdida. Su cuerpo estaba flotando en el aire, en su rostro inexpresivo se asomaba una sonrisa idiota. Su madre la recostó en su habitación y cerró la puerta.

Lentamente abre sus ojos y lo ve.

-Bdno quidbo idb…ambdate…vavá, mvavá. ¡Aaabbbgrrrup!

-Al fin llegaste, Javier. No sabés el día que tuve hoy. Elenita esta descansando en su habitación. Voy a ver cómo está.

Se escuchan pasos subiendo la estrecha escalera de madera, el sonido de una puerta al abrirse y un llanto desgarrador invade rápidamente la casa. Él no había cumplido su promesa, no la había llevado lejos de su casa como tantas otras veces había amenazado. No, fue mucho peor. Frente a la mirada aterrorizada de la madre se desplegaba una muestra del alcance de su poderío y malicia.

Monserrat Melina Maquieira

Inconveniente valentía

Arrodillado frente a su futura mujer, él le hizo la pregunta. Los ojos de ambos brillaron de felicidad e ilusión, y ella, emocionada, no titubeó en dar el “Sí”. “¿Dónde vamos a vivir?” preguntó la mujer entre sonrisas. Rápidamente y sin pensarlo dos veces el hombre ofreció su casa, aquella en la que había vivido desde sus primeros días y cuyos rincones conocía a la perfección, como nadie más en el mundo. Nadie más.

Fue justo en ese momento cuando una sombra opacó el resplandor de su interior. Con las puertas abiertas, los secretos salen a la luz. Y él había decidido abrirlas a una extraña ante el hogar, y a una futura e incierta familia.

Aún así, este hombre, llamado Sebastián, decidió hacer sus preocupaciones a un lado y disfrutar del momento que cambiaría su vida por siempre.

Un llanto los despertó una noche. Era la niña más pequeña de los tres, la única hija mujer de la pareja. Marianella era su nombre, y no se quería dormir. La casa era muy grande y antigua, de tres pisos, con altillo y un jardín inmenso. Cuando las luces se apagaban y la familia descanaba, los pisos de madera se hinchaban para respirar y salía de ellos un ruido que resonaba por todo el lugar a través de los pasillos de techos altos. Esto asustaba a Marianella, quien insistía en permanecer despierta.

Sus dos hermanos mayores ya habían pasado esa etapa. La habían sufrido y superado con ayuda de su padre, algo que la madre nunca comprendió. Ya era tiempo de socorrer a la chiquita.

De pie en la puerta del cuarto de sus papás, y con el camisón largo hasta los pies, la niña se hallaba entre sollozos cargando a su osito de peluche preferido, su mayor confidente y mejor amigo, su arma protectora siempre que un peligro la acechaba. Sebastián tomó las riendas del asunto y la condujo hacia su habitación, cauteloso para que nadie lo escuchara. “Tenés que dormite, hijita, sólo cuando logres hacerlo vas a olvidarte de todo y habrá sol otra vez” le susurró al oído. Pero la niña no lograba conciliar el sueño. Con el simple hecho de pensar en volver a quedarse sola en su fría pieza, empezaba a temblar, recluyéndose en los brazos de su padre. Él la comprendía, la comprendía bien. De niño había dormido en ese mismo cuarto y conocía cada sombra, cada ruido, cada imagen.

Esta escena se repitió varias veces: una vez cepillados sus dientes, Marianella corría despavorida de su habitación con los ojos llorosos en busca de auxilio, y siempre era su padre quien acudía a calmarla.

Un día, Sebastián comprendió que su hija ya no era tan pequeña como para no entender lo que ocurría y decidió darle a conocer sus recuerdos, tal como lo había hecho con los dos hombrecitos anteriormente. Esperó que se hiciera de noche y llevó a la niña a su pieza, la acostó en su cama y se sentó junto a ella. Apagó la luz y ambos esperaron callados. Ella no comprendía lo que su padre intentaba hacer, él se encontraba expectante, en el más absoluto silencio. Luego de unos minutos los ruidos comenzaron a hacerse escuchar debajo de la cama. Sin una palabra, manejándose por gestos, le dio a entender a la pequeña que debía prestar atención a cada sonido; ya pronto comprendería porqué. Comenzaron a resonar unas vocecitas agudas, aceleradas y algo perversas, cuyo idioma era imposible descifrar. Ni Marianella ni su papá quisieron ver el lugar de donde provenían, pero desde arriba de la cama, si abrían bien los ojos, podían ver un tenue resplandor proveniente de allí abajo. Era una especie de “mundo inferior” del cual Sebastián había obtenido algunas conclusiones acerca de sus costumbres a lo largo de los años. Extendió su mano hasta el velador y lo encendió, y pronto todas esas voces se callaron.

Los ojos de la niña, más abiertos que nunca, esperaban encontrar alguna respuesta o explicación para lo que acababa de oír, por lo que Sebastián decidió contarle todo lo que sabía al respecto: le explicó que, como habían comprobado, debajo de su cama (no específicamente de su cama, sino de las largas maderas del piso) tenía lugar un mundo paralelo, uno pequeño y tenebroso que cobraba vida por las noches, cuando en la casa las luces se apagaban. Los pequeños habitantes de aquel lugar observaban atentos los movimientos que se producían en la superficie y, de acuerdo con las características y temores de cada niño, enviaban a su habitación a un personaje para asustarlo. Para Sebastián habían elegido una réplica del Hombre de la bolsa, para el mayor de sus hijos, fue Monsieur Blrlá; y para el pequeño, Yakasulu. Estas conclusiones eran el resultado de años de análisis y estudio por parte de Sebastián, quien, conociendo a su hija, sabía lo que le esperaba. Era al fin el turno de Marianella, cuyo principal miedo habían logrado deducir: bajo su cama vigilaba un enorme cocodrilo de ojos grandes y amarillos, y enormes y filosos dientes, que la esperaba allí para aterrorizarla y, de ser posible, saborear alguna que otra parte de su cuerpo.

Ella nunca lo había visto, pero prefería creerle a su padre antes que bajar la cabeza para encontrarlo expectante. Entonces, cada noche, sabiendo que él no le tenía miedo a Cocodri, como decidió llamarlo a fin de generar algún tipo de confianza y consiguiente compasión, le pedía a su papá que la alzara y la tapara hasta la frente, siempre abrazada a su peluche. Sabía que no podía bajar los pies en ningún momento hasta la mañana siguiente, cuando el sol salía y volvía la paz a su cabecita.

Toda la familia sabía de la existencia de ese pequeño mundo inferior. Todos menos la madre, de quien escondían el secreto como un gran e importante legado. Tanto Sebastián como los dos hijos mayores habían crecido y superado el temor por aquellos seres e incluso guardaban por ellos cierto cariño; después de todo, nunca les habían hecho daño. El rencor que habían sentido años atrás por generarles transpiración entre pesadillas en lugar de sonrisas entre sueños había pasado a transformarse en cierta dulzura por aquellos compañeros de cuarto.

Marianella escuchaba las historias de sus hermanos y esperaba algún día poder hablar de Cocodri sin que se le aflojara la voz ni imaginarse su inmenso tamaño y boca. Ella notó que todos los recuerdos que ellos tenían coincidían en un punto: ninguno jamás había visto a estos personajes, sólo los habían imaginado, o visto dormidos, o incluso escuchado, pero nunca un encuentro cercano, frente a frente.

Una noche la niña quiso verlo. Primera valiente en aquella antiquísima casona.

A la mañana siguiente, cuando fueron a despertarla, su cama estaba vacía. Faltaba ella y, por supuesto, tampoco estaba su fiel osito, eterno compañero de aventuras.

María Eugenia Simhan

Ficcionalizar un recuerdo (II)

Los siguientes textos han sido producidos a partir de la narración de recuerdos de la infancia. Para favorecer el distanciamiento, cada uno de los escritores eligió un recuerdo ajeno – aquel que consideraba más productivo, más sugerente-. Aquí, algunos de los resultados.

Eterna infancia

Me destapé. ¡Mamá, mamá!, te llamé y no me escuchaste, te esperé y no viniste. Salí de la cama y busqué rápido las pantuflas. No podía encontrarlas. Estaba todo oscuro y hacía frío, tanto que me dolían los pies. Pero más me dolía la garganta, tenía mucha sed. Quería ir a la cocina, pero en la oscuridad ví que la puerta de mi pieza se movía. Te llamé otra vez y nada. No podía salir porque había alguien que me estaba esperando en el pasillo; en ese momento se me ocurrió que podía ser el mismo señor que se me aparecía todas las noches en la ventana, y entonces me metí de nuevo en la cama, me tapé con las sábanas hasta la cabeza y esperé un largo rato. Creí que ibas a venir con el vasito de agua que me traías siempre cuando te llamaba, pero nunca apareciste.

Necesitaba tomar algo, estaba mareada; ¿esperar aún más?, no podía. La puerta parecía ya no moverse. Opté por salir de la cama; me temblaban las piernas; sentía como si la cabeza me estuviera dando vueltas, estaba a punto de desmayarme. Caminé despacio. Llegué; me encontraba tomando el picaporte de ese rectángulo móvil siendo conciente de lo que podría llegar a pasar; momentos después ya estaba afuera, en ese pasillo lleno de incertidumbre. ¿Volver? no, no era lo mejor, debía seguir. Miraba para todos lados, había alguien, estaba segura. ¿Hay alguien ahí? pregunté, pero nadie contestó. Insistí y volví a preguntar por segunda vez. No hubo respuestas. Y fue en ese instante en el que creí que estaba soñando, no podía ser. Era algo extraño, utópico. Cerré los ojos y los volví a abrir. Rígida y sin comprender demasiado, supe que no se trataba de un sueño: un sapo de más de dos metros de altura estaba enfrente mío. No era de color verde, era azul, me miraba fijo. Parecería imposible haber visto eso, pero fue real. Paralizada caminé unos pasos hacia atrás; supuse que no era lo mejor gritar ni salir corriendo porque podría atraparme más fácil, pero antes de que pudiera retroceder y llegar a la puerta de mi pieza, el sapo me habló. Su voz era muy gruesa; me asusté, a tal punto de que en mi interior ya había planeado todos los malos calificativos que expulsaría ante el esperpento que tenía enfrente. Pero todo aquello malo que pensaba, se minimizó en el momento en el que escuché más allá del sonido de su voz, cuando sus palabras reavivaron mis oídos. El sapo me dijo que no temiera, que no quería hacerme daño. Me llamó por mi nombre, algo extraño, ya me conocía. Sin mirarlo demasiado, me dí cuenta de que se parecía mucho a un oso que tenía en mi repiza, Pinky, era igual. La verdad es que tuve miedo cuando lo ví, pero después me inspiró cierta confianza. Así fue que terminé desahogándome con él; le conté que tenía mucha sed y que quería ir a la cocina, pero que me asustaba la idea de caminar a esas horas por la casa; inmediatamente Pinky me tomó en sus hombros y prometió ayudarme, llevarme a donde quisiera. Sin conocerlo, ya le había elegido un apodo. La curiosidad, y así también en parte la intranquilidad, me acompañaban en ese momento, en el que la suerte ya estaba echada.

Me encontraba cómoda y segura sobre los brazos del sapo y dispuesta a vivir una aventura; sentí que todo estaba yendo bien, cuando recordé las palabras que me decías siempre, que no hablara con extraños, que no diera información sobre mí a nadie; comencé a asustarme un poco; lo único que podía hacer era confiar, no tenía otra alternativa.

Me llevó por unas escaleras que comenzaban al finalizar el pasillo de casa; jamás las había visto, eran interminables, hechas de madera. A los costados de las mismas no había nada; incliné mi cabeza hacia abajo y ví el precipicio; si me soltaba de los hombros del sapo, caería en un abismo desconocido. Me aferré con cuidado a Pinky, quien por cierto, saltaba desaforado y sin ánimos de frenar su locura. Desconocía lo que estaba viendo, el camino por el que estaba circulando; aros rojos cubiertos por fuego, luces amarillas que encandilaban la vista, sillas rotas colgadas en el techo, telarañas que rosaban mi rostro, flashes generados por cámaras fotográficas, plumas de paloma que seguían la dirección del viento... ¿dónde estoy?. Intentaba no pensar, ¿quién iba a creer todo lo que estaba viendo?.

Admiraba lo que se cruzaba ante mis ojos, estaba fascinada pese a que tenía cierto temor por lo que podía llegar a pasar. Pero cuando las escaleras terminaron su recorrido, me cundió el pánico: desembocamos en el lavadero, ¿cómo llegamos hasta ahí?; nadie va al lavadero porque está en el fondo de casa, mucho más lejos de la cocina de lo que está mi cuarto, entonces...¡no estábamos yendo a la cocina!; ¿a dónde estamos yendo? le pregunté a Pinky con una voz muy finita para no incomodarlo. No me contestó; insistí nuevamente ¿estamos yendo a la cocina?. El sapo no habló más que en un primer momento. Comprendí que estaba en peligro y que debía pensar en algo rápido para poder escaparme. Nada se me ocurría. ¡Maldito sapo!, ¡jamás debí confiar en él!, lo repetí varias veces en silencio.

Salté y caí en un pozo. No había otra opción. Se me llenó de polvo la cara y tragué tierra. Tenía el triple de sed de lo que sentía cuando me levanté de la cama por primera vez con la intención de ir a la cocina; ¿dónde estoy? nada de lo que estaba a mi alrededor me resultaba familiar; por un momento pensé que seguía en el lavadero y que al caerme desde una altura de dos metros, había roto el piso y generado un pozo yo misma. Me dolía la espalda, el impacto había sido muy fuerte. Lo que más me preocupaba era que no podía contarte lo que me estaba pasando; si me moría por el golpe que tuve por la caída al piso, ¿cómo te ibas a enterar?. Indudablemente quería estar con vos; te seguía llamando, pero sabía que cada vez estabas más lejos.

Me encontraba en un túnel; aunque la tierra y el polvo que se formaba me impidieran ver con claridad, entendía que no se trataba de un pozo cualquiera. Jamás hubiera pensado que en mi casa podían haber cosas tan raras, primero escaleras interminables, después ¿túneles?; decidida caminé por la única dirección existente, hacia adelante, porque hacia atrás no había nada; ¿con qué me encontraría?; yo seguía caminando porque después de todo lo que me había pasado, ¿qué más podría venir?. Mis ojos me alertaron de que estaba ante un lugar desagradable; en el recorrido por las escaleras al menos contaba con la distracción de sus alrededores, esa fantasía presente que me producía un cierto agrado: me inquietaba saber cómo sería vivir aquella magia de las sillas, en la que existiese la posibilidad de sentarse ni más ni menos que en el techo.

Mi angustia crecía cuando recordaba que tenía sed, ¿dónde termina el túnel? ¿cuánto faltará para llegar a la cocina?, me atormentaba constantemente con esas preguntas, porque no veía la hora de tomar un vaso de agua; los labios los tenía secos, destruídos.

Una vez más experimenté el miedo; divisé una sombra a los lejos del túnel, ¡es el señor de la ventana! me dije por dentro, de tan sólo pensar que fuese posible se me ponía la piel de gallina. Tenía que avanzar obligatoriamente, hacia atrás no había nada, no quedaba otra. ¿Pero por qué iba a estar el señor de la ventana en un túnel?, en tal caso debería estar en una ventana; debía tranquilizarme, no era lo que yo pensaba. Seguí caminando, ya faltaba poco, estaba ahí, ¿y si paso corriendo?, así no me va a poder atrapar; cerré los ojos, corrí, me animé. Ya está. No quería abrir los ojos. Lo hice. Miré pero no había nadie, ¿quién era entonces?. Ya no estaba ni la sombra, ¿cómo se fue tan rápido?. Volví hacia atrás, hacia el comienzo, debía estar allí, al principio del túnel. Tampoco.

No entendía nada, todo era muy extraño, tan extraño que sentía que aún estaba en los hombros de Pinky y que jamás habría podido caer en un túnel porque no tenía rastros de polvo ni lastimaduras; sí, podía percibir su presencia, su olor, padecer aquellos saltos que como todo sapo daba en el camino por el que me había llevado; me latía el corazón, estaba acelerada, Pinky iba cada vez más rápido, ¿estaba sobre sus espaldas?; Pinky, ¿a dónde vamos?, me contestó que faltaba poco, que ibamos a la cocina, que no temiera, que el no quería hacerme daño; eso ya me lo había dicho antes, ¿qué estaba pasando?.

Cuando me quise dar cuenta ya estaba en la cocina, con el tan deseado vaso de agua, saciando mi sed por completo y con una gran serenidad por dentro; allí estabas vos, sentada al lado mío y yo contándote lo que me había pasado, como lo volví a hacer después de muchos años y lo estoy haciendo ahora.

Confieso que a mí me sucedió algo parecido a lo que vivió mi hija; yo era un poco mayor, tenía alrededor de diecisiete años de edad y aún no había superado el miedo de ir al baño sola de noche, porque sabía que detrás de una toalla me estaba esperando un dragón rojo; y así me hice de un gran amigo, el perro Toggi, un amigo que en un comienzo logró darme un gran susto, pero que luego me ayudó a perder ese temor que tenía: un perro de cinco metros de altura que me llevaba hasta el baño y amenazaba al dragón con herirlo si me hacía daño. Fue un momento de mi vida, particularmente de mi adolescencia, el cual, a diferencia de mi hija, no pude compartirlo con mi madre, persona a quien no alcancé a conocer.

Taira no ha dejado de contarme, una y otra vez, la historia de la misma manera en que lo hizo aquel día, cuando tenía doce años; ese día que la encontré en la cocina preguntando todo el tiempo por un tal Pinky, de quien yo, hasta ese momento, no sabía absolutamente nada.

Jamás agotaría mis deseos de volver a escuchar el maravilloso relato de mi hija; hoy es domingo y sé que mañana por la noche, me encontraré sentada en el borde de su cama dispuesta a sumergirme, una vez más, en las anécdotas de su infancia.

Jésica Rey Vázquez

Travesuras de un amiguito enorme

Ya la escucho venir.

Ahí está llegando.

¡Qué alegría me da escuchar esos piececitos en el piso!

UPA! No baja más de arriba de su cama.

¿Por qué no baja más? Yo quiero jugar. ¿Por qué no viene?

Ah, ya sé, la razón por la que se queda allí arriba sin moverse: su papá.

Él siempre le está diciendo: “no bajes de tu cama, que llamo a Cocodri”; “tomá toda la sopa, que si no llamo a Cocodri”.

Y así, todo el día.

Me olvidaba. Mi nombre es Cocodri y soy un enorme cocodrilo que habita debajo de las camas.

Pero, no se asusten, chicos.

No soy malo.

Aunque debo confesar que mi aspecto si es algo temible: tengo la piel rugosa, áspera, soy enorme, mido tanto como una cama, tengo unos dientes que meten miedo.

Ayyyyyyyyyy!!!! ¡¡¡¡Soy un monstruo!!!!

Ahora entiendo por qué me tiene miedo Mariana.

No es sólo porque su papá le llene la cabeza de estupideces.

¡¡¡¡Tengo el aspecto de un dinosaurio, buaaaaaaaaaaaa!!!!

Sin embargo,………….. no sé,……………. hay veces en las que Mariana está jugando con sus muñecas y mira hacia debajo de su cama como si quisiera verme, como si no confiara del todo en lo que dice su padre.

Yo me pongo loco de contento. Me agarran unas ganas de salir de mi escondite que ni les cuento.

Siento un impulso terrible por correr hasta ella y decirle que quiero ser su amigo, que la quiero mucho.

Pero siempre que pasa eso…….. Ella se da vuelta convencida de que lo que le dice su papá es cierto: que si me acerco o ella se me acerca, va a perder una que otra extremidad.

Ustedes, ¿qué piensan?

¿Cómo hago para que se dé cuenta de que no soy tan malo? ¿Que no la quiero lastimar?

En fin, no me queda más que quedarme aquí abajo y soñar. Soñar con el día en que Mariana entienda que su papá la está engañando, con una buena intención, porque lo hace para que ella aprenda a portarse bien….. como lo hacían mis papás.

Solo que conmigo era al revés: a mi me decían que si me dormía, seguro me iban a hacer cartera.

Me acuerdo como si hubiera sido hoy.

Ese día me quedé dormido debajo de la cama de los dueños de mis padres. Habría pasado media hora cuando sentí que alguien me sacudía…. Era mi mamá.

-¡¡¡¡Cocodri, Cocodri, despertate!!!!

-¿Qué… qué pasa, mami?

-No podés dormir acá.

-¿Por qué?

-Porque te van a terminar haciendo cartera. Nunca escuchaste a los seres humanos decir: “Cocodrilo que se durmió… cartera”

-No, nunca había escuchado eso. ¿Es cierto?

-Si, tus tíos y tu primo Shamú se quedaron dormidos hace un par de años y, como resultado, a tu tío lo hicieron un par de botas; a tu tía, una cartera y a tu primo, una billetera.

-Bueno, entonces me quedo despierto.

A partir de ese día, no pegué nunca más un ojo. Más adelante descubrí que lo que mi mamá decía era mentira: nadie me iba a hacer cartera por dormirme y, además, mis tíos y mi primo,… ¡seguían vivos! ¡Los fuimos a ver para Navidad al año siguiente!

Me desilusioné mucho cuando me di cuenta que mi mamá me había mentido: no le hablé por un mes hasta que me pidió disculpas.

En ese momento, empecé a recuperar todas las horas de sueño que había perdido. Parecía una morsa de cómo dormía.

Ahora, en esta casa, duermo más tranquilo que nunca.

Con el miedo que me tiene esta chica y lo útil que le soy al padre, ¿quién me va a molestar como lo hacían en otras casas cuando el chico me veía y empezaba a gritar despertando a todo el mundo, porque había un monstruo bajo su cama?

Deberían verla. Cada vez que su papá me nombra o la amenaza con llamarme, salta hacia sus brazos llorando y pidiéndole que no lo haga o, algunas veces, se le tira a la pierna y se le cuelga de la rodilla rogándole que ni siquiera me mencione. Ojalá la hubieran visto. Da vergüenza ajena.

Realmente espero con ansias el día en que Mariana entienda bien las cosas. Así podemos ser amigos.

Después de todo, hay algo mejor que tener a un cocodrilo de amigo. Digo no, para defenderte de los hombres malos.

Bueno, me voy; así Mariana puede dormir.

Hasta mañana.

Buenas noches.

Que sueñen con los dinosaurios.

Sofía Abarca Jeanne

Sonrisas en el aire

Todos las primaveras lo mismo: para ella una fiesta secreta y para aquellos dos una gran frustración. Meses antes, el espectáculo era para cualquiera que pasara por al lado de la mesa antigua del rincón: pequeños pimpollos asomándose entre el verde espeso para luego convertirse en señoras flores con pétalos cuidadosamente planchados y encerados. El aroma intenso pero a la vez sutil inundaba la casa de sonrisas y todas las mañanas, cuando el reloj marcaba las diez, un rayo de luz se atrevía a acariciar cada uno de sus pétalos reflejando en la pared una fiesta de colores. Pero en esa época del año ya nadie le prestaba atención. Los pocos rastros de diva desgastada generaban en los espectadores desprecio y los aplausos de pie eran trasladados al maravilloso paisaje del jardín. El sol ya no se sentía a gusto de bañarla y la vida se volvía de un insoportable color marrón chamuscado. Pero, a pesar de la tristeza infinita que sentía, no le interesaba dejar de causar sensación: ella tenía el privilegio de ser la hija única y malcriada durante los meses grises. Ahora ni todos los ojos juntos de la familia multiplicados por dos podían llevar la cuenta de cada brote, cada pimpollo nuevo de cada ser viviente del jardín. Eso era lo que más disfrutaba, ya volverían los días de gloria, porque siempre regresaban.

Ya nadie admiraba su belleza bien escondida excepto la niña de la casa. A ella no le interesaba que los pétalos moribundos entristecieran aún más aquel rincón luminoso pero olvidado por esos tiempos. En realidad, eso era lo que más le divertía: ningún integrante de la familia pasaba por allí a propósito para reverenciar su belleza, solo ella jugaba a su alrededor sin que alguien le dijera que se corriera del camino. La fiesta era algunas veces silenciosa, otras veces con música de fondo, muchísimas acompañadas de bailes, dibujos y por supuesto de su muñeca. Sin dudas era su espacio favorito de la casa, podía pasarse horas contándole cuentos, llorando desconsolada por algún reto, dibujando monigotes, cielos, flores, paisajes y garabatos de conversaciones telefónicas.

Por supuesto que el tiempo pasó para las dos pero eso no impedía que ella le regalara miles de sonrisas cada vez que se acercaba: primero mostrando sus pequeños dientes, alguna vez con ventanitas, otra vez con dientes chuecos, varias veces con aparatos, hasta por fin llegar a la más reluciente y plena de todas. Y la primavera siempre volvía para ellas.

Es primavera sí. Afuera las ranas croan y las flores silvestres invaden cada rincón del jardín. Adentro la casa sigue teniendo la misma luminosidad ¿Pero por qué acá no se nota que es de día? La maceta está vacía, ni siquiera hojas marchitas quedan. Al mirar hacia atrás descubro que el sol entra por esa pequeña ventana. Solía estar cubierta con cortinas color pastel. Ahora es solo un marco con vidrios rotos.

La niña no era la única que no le quitaba los ojos de encima. Ellos hacían una observación silenciosa, obsesiva, pero sobre todo desde lejos: hasta allí solo llegaba un hilo de aroma, solo una pequeña parte de ese espectáculo de colores. Desde allí se podía ver nada más y nada menos que una silueta sonriente y saltarina que la acompañaba a sol y a sombra, que cubría su objetivo con un espeso pero invisible manto de buenas intenciones.

Pensaban que no se merecían eso, que el esfuerzo tenía que retribuirles algo algún día pero no era justo que cada primavera pasara lo mismo: para ella una fiesta secreta y para ellos dos una gran frustración. Claro que para ellos también habían pasado los años, su malhumor creciente y sus canas evidenciaban cada rastro del transcurso del tiempo. Ya se habían acostumbrado a la vida en el angosto pasillo, a las noches de tormenta. Ya no le tenían miedo a que los descubriesen, habían aprendido a e escabullirse muy bien de los perros, de los dueños de casa, de los vecinos. Sabían proveerse bien de alimento, refugio, abrigo. A pesar de su frustración, conocían su mérito y era no haber sido descubiertos por tantos años. Un día se dieron cuenta de que nunca conocerían de su existencia. Pero ¿qué les importaba eso? ¡Si nunca habían podido llegar hasta ellas! Siempre mirando desde afuera, desde la única parte inmunda de la casa. Porque nadie se hubiera imaginado que detrás de esas caras de felicidad se guardaran tantos cachivaches inservibles, tanto recuerdo inútil. Pero ellos dos habían elegido esa manera silenciosa y poco eficaz de llegar hasta allí y debían sufrir las consecuencias de su decisión.

Se cuelan entre los vidrios rotos enredaderas en busca de humedad. Nunca me gustó esa ventana. Es decir, no la ventana en sí porque es común y corriente, quizás un poco más pequeña y elevada que las demás. Siempre me inspiró desconfianza. No podía ver qué había detrás de ella y después, cuando ya tenía la altura para hacerlo, me tomé por costumbre no mirar por miedo a lo que podría encontrar. ¡Qué ingenua fui! Si sólo hubiera sido más curiosa, si sólo le hubiera prestado más atención a cada rincón. Pero claro, ella siempre me demandó todo mi tiempo y su espacio.

Detrás de su maléfico plan se escondía una antigua vida dedicada a la ciencia. Uno de ellos, grande como un ropero, con la barba crecida y pelos blancos algo despeinados había descubierto un día que una antigua especie vegetal podría curar aquella enfermedad que en algún momento aquejaría el futuro de todas las personas. El otro, algo más joven, pálido y escuálido se había convertido en su discípulo hacía ya unos cuantos años. No corría maldad por sus venas, pero sus acciones muchas veces demostraban lo contrario.

Fue una linda tarde de primavera el día en que la comunidad científica entera les había dado vuelta la cara para siempre. Ese día comprendieron que les esperaba el loquero o el exilio. Optaron por lo segundo porque les permitiría seguir su guerra por lo menos de manera silenciosa.

Perdieron todo buscándola: sus familias, su prestigio, sus laboratorios, sus trabajos. ¡Qué iban a hacer! Alguna vez también trataron de ridículos a los que hoy tienen en un pedestal. Ellos estaban cerca, tenían enfrente el último ejemplar de la especie y a pesar de que les estaba costando caro, algún día lo lograrían, solo los apuraba una vida totalmente olvidada por los demás.

Este silencio mucho más que mudo me desorienta, sin embargo, reconozco cada rincón que me vio crecer y de ellos salen, como tímidamente, recuerdos que, uno tras otro, vuelven de un salto a mi mente. Todos hacen ruido, se pelean por ser los primeros, pero, sin embargo, hay uno que sobresale del resto. Nunca pude evitar sacarme los zapatos sobre el piso de madera del cuarto, ahora tampoco puedo evitar correr hacia esa esquina y levanto con esfuerzo la madera hasta que allí la descubro, bien escondida.

Al principio de ese año entendieron que si querían raptarla tendrían que llevarse a las dos, sino nunca lo lograrían. Les dolía tomar esa decisión porque no corría maldad por sus venas. Pero si no se atrevían a hacerlo pasaría igual que todas las primaveras y el discípulo decidió acceder porque vio en los ojos de su maestro el desaliento de un niño que una vez más no consigue que le regalen su bicicleta para navidad, se dio cuenta de que esta vez no lo soportaría.

Eran años enteros de planearlo, pero claro, la primavera lo arruinaba todo. La fiesta solitaria comenzaba con su llegada, su objetivo y la niña no se despegaban. A pesar de que el rincón entristecía toda la casa, de que el marrón de las hojas afeaba su aspecto y del olor ya nauseabundo ella no dejaba de sonreírle, de bailar con los brazos hacia arriba con su muñeca. No paraba de reírse a carcajadas en el suelo y volverse a parar para seguir moviendo su vestido y su juguete al compás de alguna música. Sin dudas no corría maldad por sus venas porque, a pesar de no entender esa actitud extraña, este espectáculo los hacía desistir de su tarea año tras año. Pero esta vez sería distinto, se las llevarían a las dos, para que sufran menos.

Tal como lo planearon, fue distinto, la niña convertida en esa persona que alguna vez le había confesado que quería ser ya no reía por esos rincones. Al parecer, sus reverencias estaban ahora dedicadas a descubrir cosas que le asegurarían una risa eterna. Fue ese el momento en que se dio cuenta de que esta vez los pimpollos no tendrían fuerza para asomarse por entre el verde espeso. La felicidad eterna de su ángel guardián le costaría su definitiva tristeza. En algo se había equivocado: los días de gloria ya no regresarían más.

Ellos no podían dejar de mirar sorprendidos y desorientados desde la ventana. Quizás todo sería mucho más sencillo de lo que esperaban, ahora solo tenían que raptar a una de las dos porque la otra había decidido fugarse por cuenta propia. Pero nada fue diferente a los demás años y quizás esta vez, sin siquiera imaginarlo, con la primavera llegaría su derrota definitiva.

¡Qué linda es! Sus trenzas de lana siguen intactas y tiene puesto su vestido favorito. No recordaba que pesara tanto, al abrazarla siento pinchazos y vuelven los recuerdos a atormentarme como un remolino. ¡Qué alboroto insoportable y desconcertante se armó ese día! Los veo como si estuvieran acá, ahora: esas dos caras pálidas, desgastas por años duros y con rencor que le corría por las venas. Cierro los ojos y los puedo observar con más claridad, escucho sus gritos diciéndome que no me preocupara, que solo se la llevarían a ella por el bien de la humanidad.

Los corro, me corren, pero ¿quién es ella? ¿A quién se querían llevar? Ahora el recuerdo se hace más confuso, molesta, es triste. Me doy vuelta y finalmente la descubro, entiendo que ya el sol no pedirá nunca más permiso para acariciar sus pétalos, ya ni se parecen a los restos de una diva desgastada. Y después de todo eso, viene más confusión: los hombres que se llevan lo que queda de su cadáver, más gritos, se escapan, no quiero saber de ellos y finalmente nuestro exilio. ¡Cómo pude descuidarla así!

La niña que fui o yo tira o tiro con bronca a la muñeca. De ella salen como explosivos saltarines cientos de miles de semillas y todas ellas juntas forman el recuerdo de aquellas fiestas solitarias: es primavera, vuelvo a bailar mientras las recolecto del suelo y siembro carcajadas eternas en todos los rincones. Al final ella tenía razón: los días de gloria vuelven, siempre regresan.

Mercedes Cerrotta

En las vías de la locura

– ¿Escuchaste ese grito, Caro? Vino del departamento de al lado.

–SÍ, más que un grito pareció un llanto.

– ¿Será Marita o vendrá del B?

–No sé, pero me da miedo salir. ¿Si pasó algo y hay ladrones afuera?

–Algo tenemos que hacer, no podemos quedarnos acá sin hacer nada. Llamemos a la policía.

– ¿Pero qué le decimos? ¿“Hola, escuchamos un grito y tenemos miedo”?

Pablo se rió:

–Ay Caro, Caro. Sólo vos podés hacer chistes en un momento como éste y conservar siempre tu sentido del humor. Pero no nos dispersemos, ¿qué hacemos entonces?

–No sé, yo ya te dije que tengo miedo. ¿Mirá si por abrir la puerta nos roban a nosotros?

–A ver, callate, escucho algo.

¿Por qué, oficial, por qué? Nunca hizo ningún comentario al respecto. Jamás me lo advirtió. ¡¿Por qué?! Sí, yo lo notaba nervioso, no dormía nunca, nunca. Sin embargo, no creí que fuera a llegar tan lejos. Le había sacado turno con un psicólogo, pero no quiso ir. Pensé que iba a poder ayudarlo yo sola, es más, este último tiempo lo noté más animado, más contento, como si hubiera resuelto el problema que lo atormentaba o tomado una decisión importante, aunque seguía sin dormir.

Alicia subió al tren, después de una ardua jornada de trabajo. En una mano llevaba una bolsa con su ropa de mucama y unos zapatos viejos y, del otro brazo, le colgaba una cartera negra un poco gastada. Se dirigía hacia su casa, para encontrarse, finalmente y después de un viaje más largo que de costumbre, con sus hijos, a quienes encontraría dormidos, descansando para ir al colegio al día siguiente.

El cansancio que sentía era más fuerte que ella, las piernas le pesaban y la gran humedad, sumada al calor de una noche de noviembre, le hacían bajar la presión. Miró a su alrededor buscando un lugar donde sentarse, pero fue en vano. A pesar de que su frente estaba sudada y de que se la veía bastante pálida, nadie le cedió su asiento. Cuando por fin uno quedó libre, se sentó. Cerró los ojos y dormitó unos veinte minutos aunque, en realidad, podría haber dormido media hora.

Unos gritos la despertaron. Abrió los ojos y vio que el resto de los pasajeros estaban conmocionados, alterados, nerviosos. Algunos lloraban, otros gritaban, unos estaban inmóviles, otros corrían. Ella no entendía nada.

Esta vez no voy a fallar, no. Maldita sea la persona que te dio a luz. ¡Y que sufran todos los que festejan y se alegran con tu llegada al mundo! No entiendo qué te ven de espectacular, de maravilloso. Escucho constantemente miles de halagos de personas que ni siquiera te conocen. ¿Es que cómo van a saber quién sos realmente si sólo me lo hacés a mí y en el momento en que estoy más desprevenido, en el que bajo la guardia? Si supieran tu otro lado, esa parte torturadora que no te abandona y que aparece cada vez que sale la luna y yo me entrego al calor de la cama.

¡Cobarde! Nunca te animaste a hacer lo que tantas veces planeaste, eso que repetís todas las noches. Yo voy a concretar lo que vos nunca pudiste realizar porque perdés la valentía y terminás huyendo. Te creés noble, humano por no matarme, pero sos un cobarde sin corazón, que eligió torturarme todas las noches, hasta llevarme a la locura.

Pero este es el fin, sí. No más torturas de tu parte, ni una sola noche más de insomnio. Te voy a vencer. ¡Te voy a matar! ¿Creés que sos mejor que yo? ¿Más poderoso, más fuerte, invencible? Vas a ver cómo te demuestro lo contrario, monstruo.

Ahí apareciste, por fin. Te estabas tardando, ¿qué pasó? ¿Sabés lo que voy a hacer y estabas escapando? ¿Querías darme unos minutos más para que reflexione? No, no, ya lo pensé bien y muchas veces. Voy a matarte, sí, voy a matarte.

Estás disminuyendo la velocidad de tu andar, ¿qué ocurre? ¿Tenés miedo o seguís empeñado en cambiar el destino aun cuando sabés que uno de los dos debe morir en las manos del otro? Prendés las luces. ¿Me querés ver mejor? ¿Y a qué se debe tu voz taladrante y ensordecedora? ¿Acaso querés hablarme, convencerme de que no lo haga? Ah, no, querés hacerte el héroe que hasta sus últimos segundos trata, en un gesto de celestial nobleza, de salvar a su enemigo, para morir con dignidad y ser eternizado como un dios. Pero no vas a lograrlo. ¡Esta vez yo voy a ser el ganador!

Muy bien, muy bien. Continuá así, acercándote. Peleá como si fueras un verdadero hombre. Luchemos frente a frente, cuerpo contra cuerpo. No frenes, no te detengas. Seguí como lo estás haciendo. Excelente. Sos obediente. ¡Perfecto! No falta nada para la batalla. Cinco, cuatro, tres, dos…

Florencia Mondedoro

jueves, 2 de octubre de 2008

Ficcionalizar un recuerdo (I)

Aquello que se asoma

Hace frío aquí. Tal vez sea porque estamos en invierno. Aunque la ventana de mi habitación permanece cerrada, el frío se cuela por algún espacio vacío, y me despierta. Abro un ojo, con cierto recelo y negación, espío la habitación, y, se convierte en la pequeña cerradura de una puerta.

La cama está en el medio, como una balsa a la deriva; a la derecha, un velador blanco apoya sus pies sobre una mesita de roble, y a su lado un rectángulo gris toca el bombo. La puerta se mantiene abierta, y tal vez sea ella la culpable del frío, que pasa sin pedir permiso, y me congela, hasta el punto que no dejo de temblar. Aún continúo con un solo ojo abierto, parezco un gato desconfiado, que mientras duerme, o al menos eso intenta, controla la situación que gira a su alrededor. Un camino cubierto de cuadraditos de madera parte de mi habitación hasta la de mis padres.

Oigo un ruido ensordecedor y agudo, como la sirena de un tren, y una luz brillante y blanca que encandila mi ojo, y me obliga a cerrarlo, aunque me esfuerzo porque eso no ocurra.

Se acerca a mí, y me pregunto hasta dónde llegará. Se detiene con una frenada brusca.

Blanco, con detalles dorados en su techo, sus ventanillas están tan relucientes que permiten ver su interior y las luces delanteras son tan brillantes que casi no puedo verlo. Las vías terminan justo en la puerta de mi habitación, y me alegra saber que no puede entrar allí. Me produce una sensación extraña, por un lado, genera en mi cuerpo un temblor, y mis manos están completamente mojadas, mi respiración pierde su ritmo normal, y corre cada vez más rápido; pero por otro lado, la intriga me consume, la necesidad de saber qué esconde, y cómo llegó a mi habitación, como el frío, sin pedir permiso.

Tardo en tomar la decisión de levantarme, y acercarme a él, pero mantengo la poca tranquilidad que aún conservo, me destapo, y bajo de la cama. Mis pies también dudan, ninguno de los dos está seguro de dar el primer paso.

El izquierdo se alza en el aire, pero se arrepiente, argumenta que es una mala elección que comience él, pues siempre trae mala suerte cuando toma la iniciativa, entonces se retrae, se acomoda sobre su punto de origen, y el derecho avanza lentamente. El otro lo sigue por detrás, confiado por la decisión que tomó.

Y luego del trabajo arduo de ambos pies, me encuentro frente a él. La puerta se abre sola, el derecho vuelve a tomar la iniciativa y da el primer paso nuevamente. Estoy adentro.

Está completamente vacío, ni siquiera hay un señor que pida los boletos.

Paso lentamente, y con cierta timidez. Mi mano se desliza por cuanto objeto se le cruza por delante. Los asientos están recubiertos de pana roja, intactos, parece que nadie se hubiese sentado nunca allí.

Me siento en uno de ellos, con las rodillas casi apoyadas sobre mi pecho, mientras las sostengo con mis manos.

Las puertas se cierran, el motor se enciende, y emprendemos un rumbo desconocido, al menos para mí.

Cruza a toda velocidad la pared de mi habitación, mas no la rompe, solo la atraviesa con una suavidad profunda. La oscuridad desaparece, se diluye, y un rayo de sol ilumina mi cara pálida y mis ojos color café. Pierde la continuidad de mi casa, y la de mis vecinos, y aparece en un lugar totalmente extraño para mí. A las vías, el camino que recorre, apenas puedo verlas, se diluyen con su rapidez.

Estoy en el medio del campo, solo veo verde y más verde. Árboles gigantes, plantas exóticas, y hasta lo más insólito, un cactus, flores de todos los colores posibles iluminan la imagen, que parece quedarse congelada a pesar que avanzamos cada vez más, y crean un paisaje soñado, una tranquilidad deseable y extraña.

Mas él no se detiene, aunque yo tampoco intento frenarlo. Me niego a hacerlo, es la necesidad de saber hacia dónde nos dirigimos la que me lo impide. Me angustia saber que no tengo rumbo posible, que iré hacia algún lugar desconocido.

La oscuridad se acerca de nuevo, y tengo la sensación de que he vuelto al punto de origen, a mi cama, a mi habitación, a mi casa. Pero me equivoco una vez más. Un semicírculo de piedras gigantes y amontonadas, superpuestas viene hacia mí. Mejor dicho, yo voy hacia él. La velocidad no disminuye, y si no frena probablemente nos estrellaremos. Se acerca cada vez más, e ingresamos a él, mientras cierro los ojos para no ver el colapso.

Temblamos y nos sacudimos de un lado a otro, el camino de rocas que hay debajo choca con las ruedas y produce el efecto. Abro los ojos, atónitos y desesperados, y observo en sus paredes rocosas una sucesión de imágenes que me son familiares, y que permiten dilucidar un futuro cercano. No entiendo que ocurre, soy yo la que está en las paredes, pero no como una niña traviesa, ni como una adolescente que mantiene constantes peleas con su personalidad, sino como una persona que todavía no llegó. No comprendo qué debo hacer frente a este hecho, pero presiento que intenta mostrarme algo más de lo que mis ojos ven como imágenes que se suceden unas a otras sin ninguna conexión posible. En la última, una mujer físicamente muy parecida a mí grita fuertemente –Arriésgate o no ganaras jamás - Esto hace que me confunda aún más.

Tarda unos segundos en cesar tanto el movimiento, como la oscuridad.

Al salir respiro profundo, tratando de comprender qué fue exactamente lo que sucedió allí.

Él sigue su rumbo, y parece estar conforme, ya que estamos regresando a mi parada. Atraviesa la pared de la habitación de mis padres, corre por el pasillo de cuadraditos marrones sin fin, y frena bruscamente algunos centímetros antes de mi cama, justo al lado de mi puerta.

Suelto mi mano de la baranda dorada, a la cual permanecí firme desde mi partida. Bajo mis piernas del asiento rojo, el pie derecho sabe que debe comenzar, ya que así lo decidió el izquierdo. Se alza suavemente, y con la misma tranquilidad se ubica sobre el suelo. El izquierdo lo sucede. Salgo de él, y primeramente observo si estoy en el lugar correcto. Camino hacia mi cama y no le quito los ojos de encima. Él se mantiene estable, inmóvil. Sentada, lo miro desde el andén, lo veo partir con rapidez y cómo se pierde entre las paredes de mi habitación aquel monstruo gigante, blanco con detalles dorados que vino por mí, y me quitó horas de sueño. Me recuesto, mi mente gira sin parar, mientras trato de dilucidar qué ocurrió exactamente, pero sobre todo, qué intentó decir la mujer en la última imagen.

Vuelvo a sentir el frío que recorre mi habitación, tanto que la congela, que sigue aquí, como un intruso. La oscuridad aún no se ha ido. Cierro los ojos. Abro uno, y espío con inseguridad y timidez. Se convierte nuevamente en la mirilla de la cerradura. Todo está calmo y en su lugar, menos rectángulo gris, que se tomó vacaciones mientras me fui.

Antonela Giorgetta

Clasificados: busco asustador profesional

¡Basta Lucía, es hora de ir a dormir!

¡Obedece Lucía, anda a la cama!

¡Quédate en la cama, ahí es dónde tenes que dormir!

¡No es hora de jugar ya es tarde!

La familia de Lucía estaba muy cansada de los caprichos, de la histeria y del mal comportamiento de esta niña de apenas 6 años. Intentaron miles de maneras y formas para que se duerma y no se escape de la cama todas las noches, pero había algo en la pequeña que hacía que justo a la hora de descansar, donde todos ansiaban dormir después de un arduo día lleno de actividades, ésta se despabilaba y lo único que quería era cantar y bailar, y que su familia la mire y la aplauda. Al principio era divertido, Lucía era la consentida de su papá al ser la menor de tres hermanos varones, pero con el tiempo éste vicio se tornó insoportable. La familia buscó por todos los medios habidos y por haber una solución, la encerraban, se escondían, se vendaban los ojos y se tapaban los oídos, pero nada funcionaba, Lucía era muy astuta e inteligente y se las ingeniaba para lograr su objetivo: ser escuchada y admirada por su familia todas las noches.

Un día, Pedro, el papá, comentando en el trabajo lo que le sucedía y lo preocupado que estaba recibió de parte de un compañero la solución más brillante para ponerle fin a su problema. La idea consistía en poner un aviso en el diario, en la sección de clasificados, buscando un asustador profesional y con mucha experiencia en esa tarea.

En el camino de vuelta a la casa, Pedro pasó por una agencia, dejó su pedido y se retiró contento y ansioso por recibir el llamado del asustador.

Después de cenar, cuando Lucía apareció como todas las noches para hacer su show, se sentó sin renegar y sin retarla a escucharla y aplaudirla con gusto y orgullo sabiendo que muy pronto esto no iba a suceder más, el resto de la familia lo miraba sorprendida, no entendían el cambio de actitud, es que ellos no sabían el plan que tenía Pedro. A la mañana siguiente el contratador y el contratado se reunieron para firmar el contrato, una de las cláusulas era que estaba totalmente prohibido el daño físico, ya que el asustador era un cocodrilo de las aguas del pantano brasilero y como se sabe, tiene unas terribles y temibles uñas. Dentro de lo pactado, además de un buen sueldo y de los viáticos, el cocodrilo iba a gozar de la comodidad de una cama, un baño con una bañadera llena de barro y una vez por semana de un día franco.

El plan se puso en marcha esa misma noche, cuando los papás después de gritos y berrinches enviaron a Lucía a su habitación, el cocodrilo entró en acción. Apenas la pequeña intentó bajarse de la cama, el asustador se asomó con lentitud, dentro de la oscuridad lo único que se podían ver eran las grandes y temerosas uñas, Lucía en un estado de pánico, volvió a su lugar y se cubrió hasta la cabeza. Un rato después miró por debajo del colchón y como no vio nada extraño se animó a bajar, pero apenas apoyó la primera piernita, el cocodrilo salió nuevamente al ataque. En el desayuno la pequeña les comentó a sus hermanos lo acontecido la noche anterior, estos se rieron y descreyeron que existiese el famoso cocodrilo asustador, a ella no le importó que no le crean, era conciente que había un animal malo debajo de su cama.

Los primeros meses el cocodrilo asustaba con ganas, le daba placer, pero con el tiempo empezó a tomarle cariño a Luli, como le gustaba llamarla, ya que ésta cada vez que se acostaba le hablaba pidiéndole, mejor dicho, rogándole que no la asuste, que se iba a portar bien, que entendió que sus shows no los tenía que hacer a la noche cuando todos estaban cansados y tenían ganas de dormir… Las apariciones del cocodrilo empezaron a disminuir poco a poco, día por medio, hasta una vez por semana, había hecho bien su trabajo y es por eso que decidió desaparecer.

Pedro jamás reveló su secreto, hasta estos días, ya pasados varios años, sigue en contacto y no se cansa de recomendar, al gran asustador!

Martina Azar

Un poco de su propia medicina

Ella siempre le decía que no la asuste mas, es que después no podía dormirse. Pero no, al primo Coco no le importaba; parece que disfruta del sufrimiento ajeno, que se llena de placer al ver cerca suyo ojos vidriosos y gotas de sudor resbalando por las frentes. Además estaba la abuela Pocha, que no se quedaba atrás cuando de impedir el sueño se trataba. Eso no lo lograba contando historias de terror sino que con paquetes enormes, que nunca olvidaba llevar, llenos de chocolates y caramelos produciendo un empacho tal que dejaría insomne a cualquiera.

Una vez que el reloj tocó las 11 la casa se empezó a vaciar. Todos llenaban de besos y pellizcotes a la niña en sus carnosos cachetes. Entre un barullo insoportable de fondo, marcas de labial por toda su cara y un gran dolor de panza debió enfrentar el miedo a atravesar aquel pasillo oscuro y solitario para cumplir con la orden de sus padres de irse a dormir. Ese no era un desafío cualquiera y menos sabiendo que después de haber dicho “la frase” varias veces, “eso” podía estar muy cerca. Pero si no estaba en su cama en cinco minutos sus padres la dejarían sin televisión por una semana. Parecía un terrible dilema para una nena de tan solo 10 años, como haría para seguir viviendo el resto de su vida sin ver tantos capítulos de “chiquititas”; en su colegio todos se reirían de ella y no iba a poder participar de las conversaciones. Por el otro lado de que servía el hecho de no estar castigada si igualmente “eso” iba a descuartizarla y luego a comérsela en pedacitos.

Infló su pecho como si fuera un globo, suspiró profundamente y se armó de valor para dar el primer paso. A lo largo de su interminable caminata las voces iban desapareciendo y las luces se desvanecían en la distancia. “solo un poco más” se repetía una y otra vez. “ufff... que alivio, nunca pensé que lo iba a lograr” dijo con más calma, pero aun con la voz temblorosa. Se puso su pijama de ositos, agarro a Harry (su perrito de peluche) y se propuso descansar para tener muchas energías al día siguiente en su clase de danza.

“Puuum”, “plaf” ¿Qué son esos ruidos? Se preguntó, ¿de donde vendrán? Aquel ruido le sonaba familiar, parecía una canilla, pero no venia del baño ella lo escuchaba mas cerca. “sssss” “trrrrrr” continuaban aquellos atemorizantes ruidos que paralizaron totalmente a la pequeña. Parecía estar atada a la cama de pies a cabeza, no podía mover ningún músculo; ni siquiera para pedir ayuda. Otra vez esa sensación: lagrimas cayendo sin sonido por el costado de su rostro finalizando el viaje en la nuca, el sudor recorriendo su pelo, sus manos tiritando como si estuviese en medio del polo norte y la mente totalmente en negro saturada de pensamientos terribles. “Por favor no me hagas nada” por fin logró decir. “solo era un juego no quise molestarte, es que mi pri…” una voz femenina y grave la interrumpió. “Esto te servirá de lección, no volverás a molestarme ni a mi ni a ningún otro adulto, mocosa insolente”. Ella trató de explicarle que no había sido su intención, que le tenía mucho miedo a esa especie de juegos y que todo lo que hizo fue puramente culpa de ese primo que se cree inmune a todo peligro.

La visita inesperada, que llevaba extrañas marcas de quemaduras por todo su cuerpo, cambió el tono de su voz. Algo confundida le pidió disculpas a la jovencita y le contó la historia desde su perspectiva, para que entienda mejor la situación. Comenzó con su nombre, pero eso no fue de gran importancia sino su edad. La mujer el próximo febrero cumpliría 596 años, pero hacia 577 que ya había muerto. Toda la semana anterior había estado trabajando sin parar, decidiendo la suerte de la gente del purgatorio, dándole una mano a algunos pobres infelices de la tierra y ocupándose de la parte administrativa del cielo. No era nada facil vivir allí, “no es ningún paraíso como todos dicen” le comentó a la nena. Uno sigue pagando cuentas, ocupándose de su familia y hasta tiene que trabajar. Pero esta semana no, esta semana tenía sus merecidas vacaciones; luego de tanto esfuerzo iba a poder descansar de una vez por todas. Sus planes se vieron arruinados, cuando en medio de su siesta empezó a escuchar voces dentro de su cabeza que la llamaban “si sos un espíritu bueno aparecé, danos una señal de que nos escuchas”. Trató de hacer caso omiso pero fue imposible, llevaba esas voces a donde quiera que fuera, no la dejaban en paz. No tuvo más opción que enfrentar la situación y, aunque de muy mala gana, bajar a la tierra para ver que era eso tan urgente que necesitaban. “Ya va a ver ese primo tuyo, va a aprender que con los muertos no se jode. No te das una idea de lo que fue mi vida terrenal, de lo que tuve que padecer, Hereje me decían ¡ja! Así y todo mira donde llegue gracias a mi esfuerzo, lo único que me falta es tener que soportar las chiquilinadas de un borrego” “¿Se cree que no tengo nada mas importante que hacer?”.

“Yo te ayudo” dijo suavemente y no del todo convencida la nena. Al fín y al cabo ella también quería vengarse por esos malos ratos que le había hecho pasar. La difunta la cargó en sus brazos y viajaron por el aire hasta la casa de Coco. El plan estaba difuso; pero comenzó mas o menos así: El primo de la niña, al vivir solo, estaba preparando (mas que nada recalentando en el microondas) su cena. Cuando llevó su plato de comida hacia la mesa notó que esta ya estaba servida, aunque creía tener algunos problemas psicológicos nunca se le había diagnosticado el mal de Alzheimer, además, ¿Por qué hubiera puesto la mesa para tres personas si no esperaba a nadie? Este suceso lo desconcertó un poco pero sin más volvió a poner las cosas en su lugar. Al sentarse en la cabecera, como lo hacía cada noche, la televisión se encendió sola y sintonizada en un canal que transmitía una película de terror. Un poco asustado y sin apetito decidió guardar la comida para el día siguiente y tomarse un descanso, ya que estaba seguro de que todo esto era producto del cansancio. Al recostarse en su cama las ventanas de la habitación se abrieron dejando entrar un viento helado y haciendo balancear las cortinas de forma espeluznante. La luz se prendió y encontró algo que quedará tatuado en su memoria. En el espejo, frente a su cama, decía: “No hay mejor forma de ganarse el respeto de un asustador que asustándolo, la próxima no será una advertencia. Cuidado”. Coco no logró contener el llanto y corriendo llego a casa de sus padres, donde paso la noche. De más esta decir que la niña no padeció nunca mas ese sentimiento de terror recorriendo por sus venas, es mas, actualmente ya con 23 años se dedica a filmar películas del género horror transcribiendo en el cine las historias que tanto la hicieron sufrir. ¡Ah! Casi me olvidaba, cuando necesita a alguien con quien hablar prepara “el juego de la copa” y se comunica con su amiga que tanto la ayudó en su infancia; su nombre era, si mal no recuerdo,…Juana de Arco.

Melanie Berdichevcky

“Creyó que no reflejaba nada”

Capítulo I

Se sentía perdida. Largos días de rutina insoportable. Una vez más esa sensación de ahogo y su asma volvía para recordarle todos sus males. Se fue a la cama temprano, como lo hacía desde varios meses. Pensó un poco y logró dormirse.

Se despertó empapada en sudor frío. Lo había soñado de nuevo. Una cara de mujer, donde no se distinguían sus ojos, nariz y boca, como si no las tuviera.

Su corazón latía muy fuerte, de a poco se fue calmando. Estaba acostada en su cama, su casa, nada podría pasarle. Aquí no había rostros raros, fantasmagóricos. Sólo se encontraba ella y el pedazo de queso rancio en la heladera (recordó que no había ido al supermercado por alimentos).

Logró calmarse. Abrió y cerró los ojos, no había diferencia. La oscuridad era total. No tenía cuerpo, al menos no lo veía. ¿Se habría mezclado con el universo?, pensó.

Intentó sacar de su mente esa imagen espantosa. La oscuridad estaba rara, demasiada oscura. Un escalofrío recorrió su cuerpo, un escalofrío húmedo.

Buscó la perilla para prender su lámpara de mesa pero no la encontró. Intentó divisar algo de la habitación, pero la oscuridad era demasiada oscura, densa, hasta sentía cómo se metía la negrura por su nariz, llegando a sus pulmones. Será el asma…

Aún estaba acostada en su cama, estaba tapada con muchas frazadas, aún así tenía frío.

Miró a su alrededor y divisó una pequeña rendija de algo parecido a la luz, aunque no podría decirse que iluminaba, más bien, quitaba oscuridad a su pequeño entorno. Esa luz no era cálida, por el contrario, se la veía sucia.

Contra su voluntad decidió que tenía que levantarse. Atravesaría el pasillo, iría a la cocina y tomaría un reconfortable vaso de leche, eso haría que se durmiera tranquila. El estrés del trabajo, pensó…

Salió de la cama y tocó el suelo. Éste le congeló los pies, e el frío subió por todo su cuerpo.

Sin que se diera cuenta, su corazón comenzó a latir un poco más rápido.

Llegó a la puerta (de donde salía la pequeña luz) y la atravesó. La luz no provenía de ningún sitio. Buscó una lámpara, algo que diera origen a esa pequeña ráfaga, pero no provenía de ningún lugar. Observó a su alrededor, el pasillo era más pequeño que se costumbre, más asfixiante. Con mucho cuidado comenzó a caminar. Podía reconocer a su pasillo en el pasillo, pero ese no era su pasillo.

Siguió caminando y llegó al final, había colgado en la pared un espejo, pero éste no emitía su imagen, sólo el pasillo interminable.

Dobló hacía la derecha y vio sobre su cabeza un pequeño puente que despedía por sus costados pequeñas cantidades de agua. Pasó por abajo y llegó a lo que debiera ser su comedor.

La mesa y las sillas habían desaparecido, junto con todos los aparatos electrónicos. En su lugar había un lago y, justo en el medio, estaba cortado por un camino.

El agua desprendía un ligero, pero notable, olor a podrido, que le recordó al queso putrefacto en su heladera.

El camino que separaba a la laguna en dos era bastante largo, a pesar de esto, ella podía ver el final. En la punta opuesta había una enorme pared que no tenía techo, y justo en el medio, un pequeño agujero, un pobre intento de puerta.

Sólo eso podía ver, la oscuridad no sólo nublaba sus ojos sino que también asfixiaba su pecho y lo oprimía. Tenía la certeza de que en la oscuridad se escondía algo, que sin darse cuenta le resultaba familiar. Sensación vieja y nueva, recurrente.

Parada en un extremo del camino, un escalofrío recorrió su cuerpo, sus piernas se aflojaron y sus manos temblaban. Sintió su pecho inflarse y, en forma mecánica, buscó su inhalador. No lo encontró, esta noche el salbutamol no podría salvarla.

Respiró y exhaló. Respiró un poco más profundo y volvió a exhalar, buscando estabilizar su respiración.

Nunca fue una persona valiente, atributo que siempre se reprochó a sí misma pero que jamás intentó modificar.

Esta vez tampoco sería valiente; sin embargo, algo la impulsaba a seguir. ¿Curiosidad, intuición?, no lo sabía.

No lo pensó, y con el retorcijo en su estómago, comenzó a caminar el sendero. Demasiado estrecho para su gusto, sobre todo teniendo en cuenta su olor y su aspecto.

Le pareció ver imágenes reflejadas en el agua, pero pensó estar imaginándolo. Miró más detenidamente y la imagen cobró vida ante sus ojos.

Vio lo que parecía ser una persona siendo humillada y hermaneciendo inmutable. Alguien hablaba y la muchacha de la escena no respondía. Si tan sólo pudiera ver la expresión en su rostro, pero no era perceptible.

Siguió caminando. Las imágenes la rodeaban en forma de reflejos en el agua. El olor del agua se hizo más fuerte, casi insoportable.

No podía aguantarlo. El agua tenía olor a vergüenza, impotencia, dolor. Le dolía la garganta. Centenares de palabras no dichas, no gritadas, se amontonaban en su garganta y parecía que iba a explotar, el olor a bronca se volvía inaguantable. Entraba por su nariz y le salía por los poros, se aferraba en su estómago y en sus dientes que no paraban de presionarse los unos contra los otros, al límite de quebrarse.

Corrió, con la poca conciencia, el trecho que le faltaba y llegó al final del lago. Estaba frente a la puerta que la llevaría detrás de la pared de piedras.

Capítulo II

Durante un instante se quedó apoyada en la pared. Las sensaciones seguían latentes en su cuerpo, electrificándolo.

¿Qué era lo que había visto? ¿Qué significaba?

No importa, las sensaciones debían desaparecer, sólo así podría continuar (aunque no supiese a dónde).

Su conciencia fue volviendo poco a poco, sus pensamientos volvían a ser claros, ella volvió a tener voz, o al menos eso pensó.

Las imágenes reflejadas en el agua continuaban. Parecía ser la misma persona la que figuraba pero no podía ver su rostro.

Agradeció ser ella misma de nuevo, reconoció a sus pensamientos, a sus manos un poco temblorosas y el nudo en su estómago, una compañía que tenía desde hacía tiempo y que ya era parte de sí.

Recordó el espejo en el pasillo que no devolvía su imagen, recordó aquel rostro sin facciones y aquellas imágenes en el agua. Su garganta todavía estaba resentida del dolor. El cosquilleo que recorría su garganta y su nariz trataba de escapar por sus ojos, pero no era momento de llorar.

Maldita dualidad. El deseo de quedarse y la necesidad de seguir, no podía parar, sabe Dios qué podía suceder.

Tragó saliva que atravesó como roca su garganta y el peso se alojó en su pecho, mientras una puntada invadía su estómago.

Nada podía ser pero de lo que ya había sido.

Dejaría atrás ese espantoso espacio, ese olor putrefacto y eso que había sentido.

Se dispuso a seguir…

Se agachó un poco y atravesó el pequeño agujero.

Al principio la oscuridad no le permitía ver a su alrededor. Trataba de vislumbrar pero era demasiado oscuro.

Sintió que algo cayó en su cabeza, le dolió un poco. Se tocó y sintió algo viscoso pero que no emitía olor.

Camino un paso, sus ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad y pudo distinguir, a grandes rasgos, dónde se encontraba.

El techo parecía desmoronarse, pero sólo caía pedazos de barro, el suelo estaba repleto de la misma sustancia.

A decir verdad, todas las paredes de la cueva también eran de barro, que caían chorreando por las mismas.

Supuso que al otro extremo se encontraba la salida. Comenzó a caminar segura. ¿Qué podría hacerle el simple barro?

A cada paso que daba sus pies se enterraban un poco más, cada paso costaba un poco más, cada paso era un poco más pesado, y la salida no llegaba.

Se iba hundiendo cada vez más, sus piernas cada vez más pesadas la tiraban hacia abajo. Se ayudó con las manos pero era inútil, se estaba enterrando lentamente.

El fango estaba helado y comenzaba a meterse en su carne. Le costaba respirar. Una gota de sudor cayó en la inmensidad fangosa. El cansancio la fue invadiendo, apenas podía sentir sus piernas, y un cosquilleo se había instalado en sus brazos. Comenzaba a ganarle la partida, su cuerpo estaba agotado… y su mente también.

Se arrodilló en el fondo semi sólido, el barro le llegaba al cuello.

“Ya no más, por favor, ya no más. No puedo seguir luchando”. Su cuerpo ya no seguiría, le había exigido demasiado durante mucho tiempo.

Dejó de resistirse y se dejó caer en el fango, trató de relajarse y se quedó suspendida en el lodo.

Maldita dualidad, estaba acorralada por ella. Quería quedarse allí por siempre, con la paz que le brindaba no tener que pelear contra lo que su cuerpo le pedía…”nunca más, por favor, nunca más”… pero debía seguir adelante, tenía que seguir. Pero no pudo. Por primera vez, su cuerpo se imponía.

Durante mucho tiempo lo había violentado, lo había reducido. Siempre le había brindado todas las señales, pero ella las había tapado, descaradamente, hasta que un día simplemente dejó de reconocerlas, aunque ellas volvieran, como fantasmas que necesitan ser vistos. Pendientes…pendientes…

¿A costa de qué lo había mutilado? No lo sabía, no sabía qué podía ser tan importante.

Lo había mutilado, y junto con él se había mutilado a ella misma. Fue desapareciendo, se había convertido en una entidad sin voz, sin rostro.

Autenticidad esclavizada, sin más.

Sin más que el día a día, lenta procesión hasta el final. Final en el que ya se encontraba, transitando, sin embargo, con él desde antaño.

Como realidad materializada lo comprendió todo, el trayecto que acababa de recorrer. ¿Debía tomar fuerzas y seguir el camino?...

Se abrazó a todo lo que había olvidado, familia, amigos; pero sobre todo se abrazó a ella misma. Todo lo que había pasado la preparó para este momento.

De sus entrañas surgieron los viejos demonios, escondidos durante años, perdidos en las lagunas del olvido. Hoy marcharían y la abandonarían para siempre, dando lugar a su voz.

Como fuego se expandieron desde su interior. El abandono le brindó el poder para comenzar a salir.

Natalia Rodríguez Cano

sábado, 21 de junio de 2008

Con la llegada de frío, engordamos...los cuentos


“Cuando despertó, el dinosaurio todavía seguía allí” (Augusto Monterroso)
“Muy confundido, leyó su propio obituario” (Steven Meretzky)
“Vendo zapatos de bebé, sin usar” (Ernest Hemingway)

“Salvó al mundo volviendo a morir” (Ben Bova)
“Era muy caro seguir siendo humano” (Bruce Sterling)

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Lágrimas negras

Vendo zapatos sin usar, ¿quieres comprar?
No los necesito, no los necesita. Son recuerdos de la asfixia.
Éramos felices. El cielo a pleno sol cada día, luna llena y estrellas cada noche. Silencios y risas, colores y abrazos: la semilla germinó.

Los minutos eran horas, las horas días, los días años. La espera regalaba ansias.
Y qué más, si todo estaba para el sí - para Juan - pero terminó siendo no.
Noticia que fue bisagra de tormento.
No más cielo, no más luna, no más nada. Asfixia que son recuerdos.

¿Quieres comprar, sin usar, zapatos de bebé?

Miguel Ángel Santoro


La marcha de la muerte

Cuando el sol incandescente ardía con su mayor fuerza en ese remoto e impenetrable desierto, el muchacho harapiento, sediento y exhausto despertó. Levantó la cabeza todo lo que pudo y con los ojos entreabiertos logró vislumbrar la odiosa figura del dinosaurio rojo, aquél que lo había hecho cautivo, y que a pesar de los vanos intentos por demostrar su inocencia, todavía lo miraba con ojos sentenciosos; allí donde su vida dependía exclusivamente de los conocimientos y habilidades de supervivencia de su raptor.

La entrega

Tan pequeña, tan frágil, insignificante frente a las miradas ambiciosas, corruptas, lujuriosas. Como un ángel desterrado, mundano, ella salvó a su niño de aquel lugar condenado; salvó al mundo volviendo, sin pensarlo dos veces, a morir bajo sus leyes, sus costumbres, sus ataduras.

Monserrat Melina Maquieira


Recortando oraciones

Cuando la pequeña Ana despertó, el tierno dinosaurio todavía seguía allí, a los pies de su cama. Se encontraba exhausto, pues se había pasado la noche entera andando de cuento en cuento. Sus ojos yacían en un sueño profundo.
Ana, al verlo allí, lo cobijó con su manta y con amor, besó su frente.
Aún quedaba mucho tiempo para emprender nuevas aventuras.

Su captura se hacía inminente y era muy caro el precio a pagar, pensó Marcus. Todo le indicaba que seguir siendo humano le costaría la vida, por lo que debía encontrar un disfraz cuanto antes, o sería atrapado.
Las agujas del reloj giraban cada vez más rápido y su vida se acercaba a la muerte de acero y cemento.
Laura Soledad Soto