miércoles, 8 de octubre de 2008

Ficcionalizar un recuerdo (II)

Los siguientes textos han sido producidos a partir de la narración de recuerdos de la infancia. Para favorecer el distanciamiento, cada uno de los escritores eligió un recuerdo ajeno – aquel que consideraba más productivo, más sugerente-. Aquí, algunos de los resultados.

Eterna infancia

Me destapé. ¡Mamá, mamá!, te llamé y no me escuchaste, te esperé y no viniste. Salí de la cama y busqué rápido las pantuflas. No podía encontrarlas. Estaba todo oscuro y hacía frío, tanto que me dolían los pies. Pero más me dolía la garganta, tenía mucha sed. Quería ir a la cocina, pero en la oscuridad ví que la puerta de mi pieza se movía. Te llamé otra vez y nada. No podía salir porque había alguien que me estaba esperando en el pasillo; en ese momento se me ocurrió que podía ser el mismo señor que se me aparecía todas las noches en la ventana, y entonces me metí de nuevo en la cama, me tapé con las sábanas hasta la cabeza y esperé un largo rato. Creí que ibas a venir con el vasito de agua que me traías siempre cuando te llamaba, pero nunca apareciste.

Necesitaba tomar algo, estaba mareada; ¿esperar aún más?, no podía. La puerta parecía ya no moverse. Opté por salir de la cama; me temblaban las piernas; sentía como si la cabeza me estuviera dando vueltas, estaba a punto de desmayarme. Caminé despacio. Llegué; me encontraba tomando el picaporte de ese rectángulo móvil siendo conciente de lo que podría llegar a pasar; momentos después ya estaba afuera, en ese pasillo lleno de incertidumbre. ¿Volver? no, no era lo mejor, debía seguir. Miraba para todos lados, había alguien, estaba segura. ¿Hay alguien ahí? pregunté, pero nadie contestó. Insistí y volví a preguntar por segunda vez. No hubo respuestas. Y fue en ese instante en el que creí que estaba soñando, no podía ser. Era algo extraño, utópico. Cerré los ojos y los volví a abrir. Rígida y sin comprender demasiado, supe que no se trataba de un sueño: un sapo de más de dos metros de altura estaba enfrente mío. No era de color verde, era azul, me miraba fijo. Parecería imposible haber visto eso, pero fue real. Paralizada caminé unos pasos hacia atrás; supuse que no era lo mejor gritar ni salir corriendo porque podría atraparme más fácil, pero antes de que pudiera retroceder y llegar a la puerta de mi pieza, el sapo me habló. Su voz era muy gruesa; me asusté, a tal punto de que en mi interior ya había planeado todos los malos calificativos que expulsaría ante el esperpento que tenía enfrente. Pero todo aquello malo que pensaba, se minimizó en el momento en el que escuché más allá del sonido de su voz, cuando sus palabras reavivaron mis oídos. El sapo me dijo que no temiera, que no quería hacerme daño. Me llamó por mi nombre, algo extraño, ya me conocía. Sin mirarlo demasiado, me dí cuenta de que se parecía mucho a un oso que tenía en mi repiza, Pinky, era igual. La verdad es que tuve miedo cuando lo ví, pero después me inspiró cierta confianza. Así fue que terminé desahogándome con él; le conté que tenía mucha sed y que quería ir a la cocina, pero que me asustaba la idea de caminar a esas horas por la casa; inmediatamente Pinky me tomó en sus hombros y prometió ayudarme, llevarme a donde quisiera. Sin conocerlo, ya le había elegido un apodo. La curiosidad, y así también en parte la intranquilidad, me acompañaban en ese momento, en el que la suerte ya estaba echada.

Me encontraba cómoda y segura sobre los brazos del sapo y dispuesta a vivir una aventura; sentí que todo estaba yendo bien, cuando recordé las palabras que me decías siempre, que no hablara con extraños, que no diera información sobre mí a nadie; comencé a asustarme un poco; lo único que podía hacer era confiar, no tenía otra alternativa.

Me llevó por unas escaleras que comenzaban al finalizar el pasillo de casa; jamás las había visto, eran interminables, hechas de madera. A los costados de las mismas no había nada; incliné mi cabeza hacia abajo y ví el precipicio; si me soltaba de los hombros del sapo, caería en un abismo desconocido. Me aferré con cuidado a Pinky, quien por cierto, saltaba desaforado y sin ánimos de frenar su locura. Desconocía lo que estaba viendo, el camino por el que estaba circulando; aros rojos cubiertos por fuego, luces amarillas que encandilaban la vista, sillas rotas colgadas en el techo, telarañas que rosaban mi rostro, flashes generados por cámaras fotográficas, plumas de paloma que seguían la dirección del viento... ¿dónde estoy?. Intentaba no pensar, ¿quién iba a creer todo lo que estaba viendo?.

Admiraba lo que se cruzaba ante mis ojos, estaba fascinada pese a que tenía cierto temor por lo que podía llegar a pasar. Pero cuando las escaleras terminaron su recorrido, me cundió el pánico: desembocamos en el lavadero, ¿cómo llegamos hasta ahí?; nadie va al lavadero porque está en el fondo de casa, mucho más lejos de la cocina de lo que está mi cuarto, entonces...¡no estábamos yendo a la cocina!; ¿a dónde estamos yendo? le pregunté a Pinky con una voz muy finita para no incomodarlo. No me contestó; insistí nuevamente ¿estamos yendo a la cocina?. El sapo no habló más que en un primer momento. Comprendí que estaba en peligro y que debía pensar en algo rápido para poder escaparme. Nada se me ocurría. ¡Maldito sapo!, ¡jamás debí confiar en él!, lo repetí varias veces en silencio.

Salté y caí en un pozo. No había otra opción. Se me llenó de polvo la cara y tragué tierra. Tenía el triple de sed de lo que sentía cuando me levanté de la cama por primera vez con la intención de ir a la cocina; ¿dónde estoy? nada de lo que estaba a mi alrededor me resultaba familiar; por un momento pensé que seguía en el lavadero y que al caerme desde una altura de dos metros, había roto el piso y generado un pozo yo misma. Me dolía la espalda, el impacto había sido muy fuerte. Lo que más me preocupaba era que no podía contarte lo que me estaba pasando; si me moría por el golpe que tuve por la caída al piso, ¿cómo te ibas a enterar?. Indudablemente quería estar con vos; te seguía llamando, pero sabía que cada vez estabas más lejos.

Me encontraba en un túnel; aunque la tierra y el polvo que se formaba me impidieran ver con claridad, entendía que no se trataba de un pozo cualquiera. Jamás hubiera pensado que en mi casa podían haber cosas tan raras, primero escaleras interminables, después ¿túneles?; decidida caminé por la única dirección existente, hacia adelante, porque hacia atrás no había nada; ¿con qué me encontraría?; yo seguía caminando porque después de todo lo que me había pasado, ¿qué más podría venir?. Mis ojos me alertaron de que estaba ante un lugar desagradable; en el recorrido por las escaleras al menos contaba con la distracción de sus alrededores, esa fantasía presente que me producía un cierto agrado: me inquietaba saber cómo sería vivir aquella magia de las sillas, en la que existiese la posibilidad de sentarse ni más ni menos que en el techo.

Mi angustia crecía cuando recordaba que tenía sed, ¿dónde termina el túnel? ¿cuánto faltará para llegar a la cocina?, me atormentaba constantemente con esas preguntas, porque no veía la hora de tomar un vaso de agua; los labios los tenía secos, destruídos.

Una vez más experimenté el miedo; divisé una sombra a los lejos del túnel, ¡es el señor de la ventana! me dije por dentro, de tan sólo pensar que fuese posible se me ponía la piel de gallina. Tenía que avanzar obligatoriamente, hacia atrás no había nada, no quedaba otra. ¿Pero por qué iba a estar el señor de la ventana en un túnel?, en tal caso debería estar en una ventana; debía tranquilizarme, no era lo que yo pensaba. Seguí caminando, ya faltaba poco, estaba ahí, ¿y si paso corriendo?, así no me va a poder atrapar; cerré los ojos, corrí, me animé. Ya está. No quería abrir los ojos. Lo hice. Miré pero no había nadie, ¿quién era entonces?. Ya no estaba ni la sombra, ¿cómo se fue tan rápido?. Volví hacia atrás, hacia el comienzo, debía estar allí, al principio del túnel. Tampoco.

No entendía nada, todo era muy extraño, tan extraño que sentía que aún estaba en los hombros de Pinky y que jamás habría podido caer en un túnel porque no tenía rastros de polvo ni lastimaduras; sí, podía percibir su presencia, su olor, padecer aquellos saltos que como todo sapo daba en el camino por el que me había llevado; me latía el corazón, estaba acelerada, Pinky iba cada vez más rápido, ¿estaba sobre sus espaldas?; Pinky, ¿a dónde vamos?, me contestó que faltaba poco, que ibamos a la cocina, que no temiera, que el no quería hacerme daño; eso ya me lo había dicho antes, ¿qué estaba pasando?.

Cuando me quise dar cuenta ya estaba en la cocina, con el tan deseado vaso de agua, saciando mi sed por completo y con una gran serenidad por dentro; allí estabas vos, sentada al lado mío y yo contándote lo que me había pasado, como lo volví a hacer después de muchos años y lo estoy haciendo ahora.

Confieso que a mí me sucedió algo parecido a lo que vivió mi hija; yo era un poco mayor, tenía alrededor de diecisiete años de edad y aún no había superado el miedo de ir al baño sola de noche, porque sabía que detrás de una toalla me estaba esperando un dragón rojo; y así me hice de un gran amigo, el perro Toggi, un amigo que en un comienzo logró darme un gran susto, pero que luego me ayudó a perder ese temor que tenía: un perro de cinco metros de altura que me llevaba hasta el baño y amenazaba al dragón con herirlo si me hacía daño. Fue un momento de mi vida, particularmente de mi adolescencia, el cual, a diferencia de mi hija, no pude compartirlo con mi madre, persona a quien no alcancé a conocer.

Taira no ha dejado de contarme, una y otra vez, la historia de la misma manera en que lo hizo aquel día, cuando tenía doce años; ese día que la encontré en la cocina preguntando todo el tiempo por un tal Pinky, de quien yo, hasta ese momento, no sabía absolutamente nada.

Jamás agotaría mis deseos de volver a escuchar el maravilloso relato de mi hija; hoy es domingo y sé que mañana por la noche, me encontraré sentada en el borde de su cama dispuesta a sumergirme, una vez más, en las anécdotas de su infancia.

Jésica Rey Vázquez

Travesuras de un amiguito enorme

Ya la escucho venir.

Ahí está llegando.

¡Qué alegría me da escuchar esos piececitos en el piso!

UPA! No baja más de arriba de su cama.

¿Por qué no baja más? Yo quiero jugar. ¿Por qué no viene?

Ah, ya sé, la razón por la que se queda allí arriba sin moverse: su papá.

Él siempre le está diciendo: “no bajes de tu cama, que llamo a Cocodri”; “tomá toda la sopa, que si no llamo a Cocodri”.

Y así, todo el día.

Me olvidaba. Mi nombre es Cocodri y soy un enorme cocodrilo que habita debajo de las camas.

Pero, no se asusten, chicos.

No soy malo.

Aunque debo confesar que mi aspecto si es algo temible: tengo la piel rugosa, áspera, soy enorme, mido tanto como una cama, tengo unos dientes que meten miedo.

Ayyyyyyyyyy!!!! ¡¡¡¡Soy un monstruo!!!!

Ahora entiendo por qué me tiene miedo Mariana.

No es sólo porque su papá le llene la cabeza de estupideces.

¡¡¡¡Tengo el aspecto de un dinosaurio, buaaaaaaaaaaaa!!!!

Sin embargo,………….. no sé,……………. hay veces en las que Mariana está jugando con sus muñecas y mira hacia debajo de su cama como si quisiera verme, como si no confiara del todo en lo que dice su padre.

Yo me pongo loco de contento. Me agarran unas ganas de salir de mi escondite que ni les cuento.

Siento un impulso terrible por correr hasta ella y decirle que quiero ser su amigo, que la quiero mucho.

Pero siempre que pasa eso…….. Ella se da vuelta convencida de que lo que le dice su papá es cierto: que si me acerco o ella se me acerca, va a perder una que otra extremidad.

Ustedes, ¿qué piensan?

¿Cómo hago para que se dé cuenta de que no soy tan malo? ¿Que no la quiero lastimar?

En fin, no me queda más que quedarme aquí abajo y soñar. Soñar con el día en que Mariana entienda que su papá la está engañando, con una buena intención, porque lo hace para que ella aprenda a portarse bien….. como lo hacían mis papás.

Solo que conmigo era al revés: a mi me decían que si me dormía, seguro me iban a hacer cartera.

Me acuerdo como si hubiera sido hoy.

Ese día me quedé dormido debajo de la cama de los dueños de mis padres. Habría pasado media hora cuando sentí que alguien me sacudía…. Era mi mamá.

-¡¡¡¡Cocodri, Cocodri, despertate!!!!

-¿Qué… qué pasa, mami?

-No podés dormir acá.

-¿Por qué?

-Porque te van a terminar haciendo cartera. Nunca escuchaste a los seres humanos decir: “Cocodrilo que se durmió… cartera”

-No, nunca había escuchado eso. ¿Es cierto?

-Si, tus tíos y tu primo Shamú se quedaron dormidos hace un par de años y, como resultado, a tu tío lo hicieron un par de botas; a tu tía, una cartera y a tu primo, una billetera.

-Bueno, entonces me quedo despierto.

A partir de ese día, no pegué nunca más un ojo. Más adelante descubrí que lo que mi mamá decía era mentira: nadie me iba a hacer cartera por dormirme y, además, mis tíos y mi primo,… ¡seguían vivos! ¡Los fuimos a ver para Navidad al año siguiente!

Me desilusioné mucho cuando me di cuenta que mi mamá me había mentido: no le hablé por un mes hasta que me pidió disculpas.

En ese momento, empecé a recuperar todas las horas de sueño que había perdido. Parecía una morsa de cómo dormía.

Ahora, en esta casa, duermo más tranquilo que nunca.

Con el miedo que me tiene esta chica y lo útil que le soy al padre, ¿quién me va a molestar como lo hacían en otras casas cuando el chico me veía y empezaba a gritar despertando a todo el mundo, porque había un monstruo bajo su cama?

Deberían verla. Cada vez que su papá me nombra o la amenaza con llamarme, salta hacia sus brazos llorando y pidiéndole que no lo haga o, algunas veces, se le tira a la pierna y se le cuelga de la rodilla rogándole que ni siquiera me mencione. Ojalá la hubieran visto. Da vergüenza ajena.

Realmente espero con ansias el día en que Mariana entienda bien las cosas. Así podemos ser amigos.

Después de todo, hay algo mejor que tener a un cocodrilo de amigo. Digo no, para defenderte de los hombres malos.

Bueno, me voy; así Mariana puede dormir.

Hasta mañana.

Buenas noches.

Que sueñen con los dinosaurios.

Sofía Abarca Jeanne

Sonrisas en el aire

Todos las primaveras lo mismo: para ella una fiesta secreta y para aquellos dos una gran frustración. Meses antes, el espectáculo era para cualquiera que pasara por al lado de la mesa antigua del rincón: pequeños pimpollos asomándose entre el verde espeso para luego convertirse en señoras flores con pétalos cuidadosamente planchados y encerados. El aroma intenso pero a la vez sutil inundaba la casa de sonrisas y todas las mañanas, cuando el reloj marcaba las diez, un rayo de luz se atrevía a acariciar cada uno de sus pétalos reflejando en la pared una fiesta de colores. Pero en esa época del año ya nadie le prestaba atención. Los pocos rastros de diva desgastada generaban en los espectadores desprecio y los aplausos de pie eran trasladados al maravilloso paisaje del jardín. El sol ya no se sentía a gusto de bañarla y la vida se volvía de un insoportable color marrón chamuscado. Pero, a pesar de la tristeza infinita que sentía, no le interesaba dejar de causar sensación: ella tenía el privilegio de ser la hija única y malcriada durante los meses grises. Ahora ni todos los ojos juntos de la familia multiplicados por dos podían llevar la cuenta de cada brote, cada pimpollo nuevo de cada ser viviente del jardín. Eso era lo que más disfrutaba, ya volverían los días de gloria, porque siempre regresaban.

Ya nadie admiraba su belleza bien escondida excepto la niña de la casa. A ella no le interesaba que los pétalos moribundos entristecieran aún más aquel rincón luminoso pero olvidado por esos tiempos. En realidad, eso era lo que más le divertía: ningún integrante de la familia pasaba por allí a propósito para reverenciar su belleza, solo ella jugaba a su alrededor sin que alguien le dijera que se corriera del camino. La fiesta era algunas veces silenciosa, otras veces con música de fondo, muchísimas acompañadas de bailes, dibujos y por supuesto de su muñeca. Sin dudas era su espacio favorito de la casa, podía pasarse horas contándole cuentos, llorando desconsolada por algún reto, dibujando monigotes, cielos, flores, paisajes y garabatos de conversaciones telefónicas.

Por supuesto que el tiempo pasó para las dos pero eso no impedía que ella le regalara miles de sonrisas cada vez que se acercaba: primero mostrando sus pequeños dientes, alguna vez con ventanitas, otra vez con dientes chuecos, varias veces con aparatos, hasta por fin llegar a la más reluciente y plena de todas. Y la primavera siempre volvía para ellas.

Es primavera sí. Afuera las ranas croan y las flores silvestres invaden cada rincón del jardín. Adentro la casa sigue teniendo la misma luminosidad ¿Pero por qué acá no se nota que es de día? La maceta está vacía, ni siquiera hojas marchitas quedan. Al mirar hacia atrás descubro que el sol entra por esa pequeña ventana. Solía estar cubierta con cortinas color pastel. Ahora es solo un marco con vidrios rotos.

La niña no era la única que no le quitaba los ojos de encima. Ellos hacían una observación silenciosa, obsesiva, pero sobre todo desde lejos: hasta allí solo llegaba un hilo de aroma, solo una pequeña parte de ese espectáculo de colores. Desde allí se podía ver nada más y nada menos que una silueta sonriente y saltarina que la acompañaba a sol y a sombra, que cubría su objetivo con un espeso pero invisible manto de buenas intenciones.

Pensaban que no se merecían eso, que el esfuerzo tenía que retribuirles algo algún día pero no era justo que cada primavera pasara lo mismo: para ella una fiesta secreta y para ellos dos una gran frustración. Claro que para ellos también habían pasado los años, su malhumor creciente y sus canas evidenciaban cada rastro del transcurso del tiempo. Ya se habían acostumbrado a la vida en el angosto pasillo, a las noches de tormenta. Ya no le tenían miedo a que los descubriesen, habían aprendido a e escabullirse muy bien de los perros, de los dueños de casa, de los vecinos. Sabían proveerse bien de alimento, refugio, abrigo. A pesar de su frustración, conocían su mérito y era no haber sido descubiertos por tantos años. Un día se dieron cuenta de que nunca conocerían de su existencia. Pero ¿qué les importaba eso? ¡Si nunca habían podido llegar hasta ellas! Siempre mirando desde afuera, desde la única parte inmunda de la casa. Porque nadie se hubiera imaginado que detrás de esas caras de felicidad se guardaran tantos cachivaches inservibles, tanto recuerdo inútil. Pero ellos dos habían elegido esa manera silenciosa y poco eficaz de llegar hasta allí y debían sufrir las consecuencias de su decisión.

Se cuelan entre los vidrios rotos enredaderas en busca de humedad. Nunca me gustó esa ventana. Es decir, no la ventana en sí porque es común y corriente, quizás un poco más pequeña y elevada que las demás. Siempre me inspiró desconfianza. No podía ver qué había detrás de ella y después, cuando ya tenía la altura para hacerlo, me tomé por costumbre no mirar por miedo a lo que podría encontrar. ¡Qué ingenua fui! Si sólo hubiera sido más curiosa, si sólo le hubiera prestado más atención a cada rincón. Pero claro, ella siempre me demandó todo mi tiempo y su espacio.

Detrás de su maléfico plan se escondía una antigua vida dedicada a la ciencia. Uno de ellos, grande como un ropero, con la barba crecida y pelos blancos algo despeinados había descubierto un día que una antigua especie vegetal podría curar aquella enfermedad que en algún momento aquejaría el futuro de todas las personas. El otro, algo más joven, pálido y escuálido se había convertido en su discípulo hacía ya unos cuantos años. No corría maldad por sus venas, pero sus acciones muchas veces demostraban lo contrario.

Fue una linda tarde de primavera el día en que la comunidad científica entera les había dado vuelta la cara para siempre. Ese día comprendieron que les esperaba el loquero o el exilio. Optaron por lo segundo porque les permitiría seguir su guerra por lo menos de manera silenciosa.

Perdieron todo buscándola: sus familias, su prestigio, sus laboratorios, sus trabajos. ¡Qué iban a hacer! Alguna vez también trataron de ridículos a los que hoy tienen en un pedestal. Ellos estaban cerca, tenían enfrente el último ejemplar de la especie y a pesar de que les estaba costando caro, algún día lo lograrían, solo los apuraba una vida totalmente olvidada por los demás.

Este silencio mucho más que mudo me desorienta, sin embargo, reconozco cada rincón que me vio crecer y de ellos salen, como tímidamente, recuerdos que, uno tras otro, vuelven de un salto a mi mente. Todos hacen ruido, se pelean por ser los primeros, pero, sin embargo, hay uno que sobresale del resto. Nunca pude evitar sacarme los zapatos sobre el piso de madera del cuarto, ahora tampoco puedo evitar correr hacia esa esquina y levanto con esfuerzo la madera hasta que allí la descubro, bien escondida.

Al principio de ese año entendieron que si querían raptarla tendrían que llevarse a las dos, sino nunca lo lograrían. Les dolía tomar esa decisión porque no corría maldad por sus venas. Pero si no se atrevían a hacerlo pasaría igual que todas las primaveras y el discípulo decidió acceder porque vio en los ojos de su maestro el desaliento de un niño que una vez más no consigue que le regalen su bicicleta para navidad, se dio cuenta de que esta vez no lo soportaría.

Eran años enteros de planearlo, pero claro, la primavera lo arruinaba todo. La fiesta solitaria comenzaba con su llegada, su objetivo y la niña no se despegaban. A pesar de que el rincón entristecía toda la casa, de que el marrón de las hojas afeaba su aspecto y del olor ya nauseabundo ella no dejaba de sonreírle, de bailar con los brazos hacia arriba con su muñeca. No paraba de reírse a carcajadas en el suelo y volverse a parar para seguir moviendo su vestido y su juguete al compás de alguna música. Sin dudas no corría maldad por sus venas porque, a pesar de no entender esa actitud extraña, este espectáculo los hacía desistir de su tarea año tras año. Pero esta vez sería distinto, se las llevarían a las dos, para que sufran menos.

Tal como lo planearon, fue distinto, la niña convertida en esa persona que alguna vez le había confesado que quería ser ya no reía por esos rincones. Al parecer, sus reverencias estaban ahora dedicadas a descubrir cosas que le asegurarían una risa eterna. Fue ese el momento en que se dio cuenta de que esta vez los pimpollos no tendrían fuerza para asomarse por entre el verde espeso. La felicidad eterna de su ángel guardián le costaría su definitiva tristeza. En algo se había equivocado: los días de gloria ya no regresarían más.

Ellos no podían dejar de mirar sorprendidos y desorientados desde la ventana. Quizás todo sería mucho más sencillo de lo que esperaban, ahora solo tenían que raptar a una de las dos porque la otra había decidido fugarse por cuenta propia. Pero nada fue diferente a los demás años y quizás esta vez, sin siquiera imaginarlo, con la primavera llegaría su derrota definitiva.

¡Qué linda es! Sus trenzas de lana siguen intactas y tiene puesto su vestido favorito. No recordaba que pesara tanto, al abrazarla siento pinchazos y vuelven los recuerdos a atormentarme como un remolino. ¡Qué alboroto insoportable y desconcertante se armó ese día! Los veo como si estuvieran acá, ahora: esas dos caras pálidas, desgastas por años duros y con rencor que le corría por las venas. Cierro los ojos y los puedo observar con más claridad, escucho sus gritos diciéndome que no me preocupara, que solo se la llevarían a ella por el bien de la humanidad.

Los corro, me corren, pero ¿quién es ella? ¿A quién se querían llevar? Ahora el recuerdo se hace más confuso, molesta, es triste. Me doy vuelta y finalmente la descubro, entiendo que ya el sol no pedirá nunca más permiso para acariciar sus pétalos, ya ni se parecen a los restos de una diva desgastada. Y después de todo eso, viene más confusión: los hombres que se llevan lo que queda de su cadáver, más gritos, se escapan, no quiero saber de ellos y finalmente nuestro exilio. ¡Cómo pude descuidarla así!

La niña que fui o yo tira o tiro con bronca a la muñeca. De ella salen como explosivos saltarines cientos de miles de semillas y todas ellas juntas forman el recuerdo de aquellas fiestas solitarias: es primavera, vuelvo a bailar mientras las recolecto del suelo y siembro carcajadas eternas en todos los rincones. Al final ella tenía razón: los días de gloria vuelven, siempre regresan.

Mercedes Cerrotta

En las vías de la locura

– ¿Escuchaste ese grito, Caro? Vino del departamento de al lado.

–SÍ, más que un grito pareció un llanto.

– ¿Será Marita o vendrá del B?

–No sé, pero me da miedo salir. ¿Si pasó algo y hay ladrones afuera?

–Algo tenemos que hacer, no podemos quedarnos acá sin hacer nada. Llamemos a la policía.

– ¿Pero qué le decimos? ¿“Hola, escuchamos un grito y tenemos miedo”?

Pablo se rió:

–Ay Caro, Caro. Sólo vos podés hacer chistes en un momento como éste y conservar siempre tu sentido del humor. Pero no nos dispersemos, ¿qué hacemos entonces?

–No sé, yo ya te dije que tengo miedo. ¿Mirá si por abrir la puerta nos roban a nosotros?

–A ver, callate, escucho algo.

¿Por qué, oficial, por qué? Nunca hizo ningún comentario al respecto. Jamás me lo advirtió. ¡¿Por qué?! Sí, yo lo notaba nervioso, no dormía nunca, nunca. Sin embargo, no creí que fuera a llegar tan lejos. Le había sacado turno con un psicólogo, pero no quiso ir. Pensé que iba a poder ayudarlo yo sola, es más, este último tiempo lo noté más animado, más contento, como si hubiera resuelto el problema que lo atormentaba o tomado una decisión importante, aunque seguía sin dormir.

Alicia subió al tren, después de una ardua jornada de trabajo. En una mano llevaba una bolsa con su ropa de mucama y unos zapatos viejos y, del otro brazo, le colgaba una cartera negra un poco gastada. Se dirigía hacia su casa, para encontrarse, finalmente y después de un viaje más largo que de costumbre, con sus hijos, a quienes encontraría dormidos, descansando para ir al colegio al día siguiente.

El cansancio que sentía era más fuerte que ella, las piernas le pesaban y la gran humedad, sumada al calor de una noche de noviembre, le hacían bajar la presión. Miró a su alrededor buscando un lugar donde sentarse, pero fue en vano. A pesar de que su frente estaba sudada y de que se la veía bastante pálida, nadie le cedió su asiento. Cuando por fin uno quedó libre, se sentó. Cerró los ojos y dormitó unos veinte minutos aunque, en realidad, podría haber dormido media hora.

Unos gritos la despertaron. Abrió los ojos y vio que el resto de los pasajeros estaban conmocionados, alterados, nerviosos. Algunos lloraban, otros gritaban, unos estaban inmóviles, otros corrían. Ella no entendía nada.

Esta vez no voy a fallar, no. Maldita sea la persona que te dio a luz. ¡Y que sufran todos los que festejan y se alegran con tu llegada al mundo! No entiendo qué te ven de espectacular, de maravilloso. Escucho constantemente miles de halagos de personas que ni siquiera te conocen. ¿Es que cómo van a saber quién sos realmente si sólo me lo hacés a mí y en el momento en que estoy más desprevenido, en el que bajo la guardia? Si supieran tu otro lado, esa parte torturadora que no te abandona y que aparece cada vez que sale la luna y yo me entrego al calor de la cama.

¡Cobarde! Nunca te animaste a hacer lo que tantas veces planeaste, eso que repetís todas las noches. Yo voy a concretar lo que vos nunca pudiste realizar porque perdés la valentía y terminás huyendo. Te creés noble, humano por no matarme, pero sos un cobarde sin corazón, que eligió torturarme todas las noches, hasta llevarme a la locura.

Pero este es el fin, sí. No más torturas de tu parte, ni una sola noche más de insomnio. Te voy a vencer. ¡Te voy a matar! ¿Creés que sos mejor que yo? ¿Más poderoso, más fuerte, invencible? Vas a ver cómo te demuestro lo contrario, monstruo.

Ahí apareciste, por fin. Te estabas tardando, ¿qué pasó? ¿Sabés lo que voy a hacer y estabas escapando? ¿Querías darme unos minutos más para que reflexione? No, no, ya lo pensé bien y muchas veces. Voy a matarte, sí, voy a matarte.

Estás disminuyendo la velocidad de tu andar, ¿qué ocurre? ¿Tenés miedo o seguís empeñado en cambiar el destino aun cuando sabés que uno de los dos debe morir en las manos del otro? Prendés las luces. ¿Me querés ver mejor? ¿Y a qué se debe tu voz taladrante y ensordecedora? ¿Acaso querés hablarme, convencerme de que no lo haga? Ah, no, querés hacerte el héroe que hasta sus últimos segundos trata, en un gesto de celestial nobleza, de salvar a su enemigo, para morir con dignidad y ser eternizado como un dios. Pero no vas a lograrlo. ¡Esta vez yo voy a ser el ganador!

Muy bien, muy bien. Continuá así, acercándote. Peleá como si fueras un verdadero hombre. Luchemos frente a frente, cuerpo contra cuerpo. No frenes, no te detengas. Seguí como lo estás haciendo. Excelente. Sos obediente. ¡Perfecto! No falta nada para la batalla. Cinco, cuatro, tres, dos…

Florencia Mondedoro

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